miércoles, 27 de abril de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.

Pasada de peso

Miércoles sin una nube en el horizonte ni más yeso en la pierna. Al fin me he desprendido de la escayola y su peso, descubriendo una piel agrietada y seca que al mínimo roce se queda entre mis uñas y el vello que ha crecido disparatadamente durante todo un mes. Es un alivio reconocer mi extremidad, sentir el aire y el sol por debajo de la rodilla, y tomar de nuevo conciencia de su tamaño y movilidad. Sin embargo, lo importante concierne al interior. Antes de la preocupación por cualquier daño estético está el hueso roto, que en la última radiografía aparece mágicamente más cercano al lugar al que pertenece, permitiéndome imaginarme andando, o bailando en un futuro cada vez más próximo. En cuanto a los pelos, la muda de piel, el tobillo hinchado, o la aparición de una marca de sol con la escayola puesta, me los tomo con humor. Sé que son accidentes fácilmente reversibles.

Puedo confirmar que la lenta progresión del hueso y mis momentos quietos han dado un satisfactorio fruto. Y no solo en el sentido anatómico. Una vez en casa, ya fuera con lluvia o calor, he disfrutado de múltiples regalos de la naturaleza urbana. Desde mi torre imaginada, en la terraza de mi ático, he dedicado más tiempo del que haya podido soñar a la contemplación pausada del cielo, la primavera en curso, sus sonidos y colores. Esta penitencia ha sido finalmente una causa agraciada, todo un privilegio que ahora reconozco inalcanzable cotidianamente. A veces he escuchado música tumbada en la terraza o con la silla de ruedas frente al marco de su entrada, protegida mientras contemplaba a los pájaros piar y bailar una coreografía a medida de mi canción, bajo una tormenta de sombras y halos de luz, o gozando de la visión de las nubes esponjosas de esta estación en un pulso casi infantil con el astro solar, jugando a ratos a taparlo, otros a abrirle espacios, hasta caer bajo los edificios, dando pie a claros y oscuros desiguales e irrepetibles.

De noche me adentro en el mundo a mordiscos a través de la televisión. Hace poco me atrajo la competición europea de gimnasia femenina. Las rusas, aun con más esfuerzo que en otras épocas, todavía dominan el panel por puntos. Otras nacionalidades, antes de la antigua URSS, han caído en picado con la crisis, así que por primera vez advertí diversidad en el ranking: griegas, alemanas, italianas, rumanas, e inglesas luchaban por los diez primeros puestos, entre regulares frotamientos de manos en polvo blanco y miles de refuerzos de trapo en sus muñecas. En un momento de competición de suelo, una italiana veterana, racial y hermosa entre purpurinas, propició sin saberlo un comentario paralelo a sus piruetas que llamó mi atención. La periodista aseguró al ver sus giros que la gimnasta estaba “pasada de peso”. Ella luchaba por volar más ágilmente que la pequeña rusa de oro, sin éxito pero con gracia. Su cuerpo era firme, redondo y moreno, sin signos de malnutrición ni palidez. ¿Qué más se puede pedir con 21 años?, pensé. Bella, valiente, radiante...pero enfrentada a una realidad excesivamente austera ante la audiencia. ¿Es necesario forzar la máquina? ¿Puede uno someterse a la vorágine inhumana o debe parar y contemplar el curso irreversible de la existencia? ¿Cuáles de esos dos caminos nos enseñan a disfrutar vitalmente? ¿En manos de quién tiene su vida esta atleta?.

La rusa ganó la competición, seguida de una alemana y una rumana. La veterana italiana quedó en el puesto quince, lo que no está mal. A estas alturas no paro de pensar en ese comentario. La italiana parecía también consciente de que su entrega anti-natura estaba sirviendo a un propósito tan fugaz como insalvable. El momento de la caída demasiado rotunda, la voltereta muy lenta, esa molesta falta de impulso que ahora dicta su cuerpo,  y la mirada enojada ante la próxima diagonal que veía infinita, demasiado larga, son gestos de una batalla por el fin del ejercicio y de la competición en un puesto digno. Fueron cuatro minutos de su carrera llevados hasta el extremo, en un empeño por escribir un prólogo feliz a su salida definitiva de la pista que la gimnasta finalmente consiguió transformar en ocasión feliz. He aquí otra de las ventajas de la contemplación: el de gozar de la consecución de un puesto número quince en mayor medida que el de un número uno en su perfecta deformidad.

A pesar de la gimnasia, de las guerras árabes y de sueños extraños que me intrigan (en dos ocasiones me he despertado recordando haber charlado con Kylie Minogue), sigo aprovechando satisfactoriamente el encierro sintiendo por primera vez a la tierra girar a la misma velocidad que se percibe al montar un caballito de feria en la infancia, confirmando al mundo como una pista de circo en continua actividad y trasiego. Pero no hago este ejercicio en soledad, ni mucho menos. He descubierto que el amor por la vida en detenimiento es un tema recurrente en la literatura, el pensamiento, y hasta en la música. Muchas de las palabras y melodías rondan el ideal de una vida ligera. Han sido creadas para aliviarnos de la preocupación por el peso tras la caída. Como en este maravilloso fragmento del húngaro Frigyes Karinthy, que al leer exonera de toda carga:

"Sólo existen los días. Veinticuatro horas, eso es lo que hay, y siempre es posible de una manera u otra resistir la vida durante ese tiempo. (...) Por primera vez gozo del dichoso estado de la irresponsabilidad total. ¿Cómo podría explicar esta sensación a personas normales y sanas? Debéis comprenderlo: un alma tan compleja como la mía es continua e incesantemente presa de una tensión en la que vosotros, felices mortales, sólo caéis una vez en toda vuestra existencia: en cada uno de los instantes de mi vida, me veo obligado a pensar en toda mi vida. Para mí, cada minuto es como para vosotros el instante en que caéis del sexto u os arrastra un ciclón.”

El escritor tiene razón. En algunos casos es complejo desprenderse de la tensión y alcanzar el sosiego. Pero no es un tópico inalcanzable. La competición tiene su fin, como tantas otras metas, porque la naturaleza sigue su curso ante nuestros ojos: algún día la italiana verá como otra rusa más joven y ágil desbanca a la actual campeona. Es entonces cuando se requiere estar preparado por dentro, cuidar la mirada y disfrutar de las vueltas, teniendo por seguro los huesos enteros. Así es fácil disfrutar de la recompensa que reside en la observación por encima de la distorsión, en la pausa frente a la superficie. La poética nace tan solo al emplear tiempo y concentración. Así que tomemos la frase de la periodista para ayudar a la atleta italiana a apreciar su momento. Imaginémosla de nuevo a cámara lenta sobre la moqueta de azul intenso, cegados por destellos de purpurina en su pelo y mejillas, armando de fuerza sus brazos, y de aire su tronco y piernas para volar, llegando al vértice graciosa y estirada, dispuesta a la siguiente diagonal con brinco tenso. Es el fin del ejercicio. Sus dedos apuntan al cielo y su aliento palpita acelerado fuera de su boca. Puesto número quince. Qué maravilloso es entonces saber que estar pasados de peso sirve para presentirnos orgullosamente ligeros.
MADERITA 'ATENCIÓN ENCANDILADA'

MADERITA. ATENCIÓN ENCANDILADA from audiencies on Vimeo.

viernes, 22 de abril de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.


Morodo, el otorrino y el Reino de los cielos

Hace un par de semanas, bajo el título de “Dios murió bailando” - plagiado de un foro de condolencias entre fans de Michael Jackson -, establecí un paralelismo entre la adoración de los seguidores a la cruz que subía de noche el parque del Cuartel de la montaña y la que alimenta a los ídolos musicales. La idea vino de un comentario que comparaba al desgraciado cantante de ‘Thriller’ con el dios cristiano mediante la siguiente afirmación: “tu Dios murió en la cruz, el mío bailando”. Entonces prometí una continuidad al relato desvistiendo a otro símbolo popular terrenal. A pesar de que no he vuelto a ver a aquellos misteriosos ritualistas del parque, hoy - mientras media ciudad respira en la montaña, pasea en camiseta por el borde del mar o se va de compras por Europa - llega el turno de un ídolo al que conocí fuera de contexto, inmerso en la cotidianeidad común.

Supongo que si uno tiene 18 años en la España de hoy y anda explorando por la barriada lo que significa finalmente su recién adquirida libertad, le viene ni que al pelo algún villano valientemente desaliñado que se enorgullezca de patear la incertidumbre existencial animando a rimas, calimocho y spray en el ladrillo. Un tanto así me imaginaba el éxito de Morodo, vil imitador de Bob Marley en su peor día vocal, cantante al que adoran desde Murcia a Trujillo, desde Avilés a Huelva pasando por Linares o Pinto. La primera vez que escuché un tema suyo fue en el coche de tercera mano de mis primos adolescentes, mientras liaban un canuto de maría de proporciones increíblemente obscenas, de grueso y longitud olímpicas. Recuerdo que aquella noche caía uno tras otro, sin apenas freno, a veces a la par, y sin menguar. Fue entonces cuando me di cuenta del drama al que se enfrentan las nuevas generaciones: lo tienen todo y lo consumen en tiempo récord simplemente porque está ahí, al alcance.

Lo malo de tanta ingenuidad gamberra es precisamente eso, la ignorancia. Lo peor del exceso es que acarrea  mortalidad. Sin embargo ni yo, ni mis primos, estamos exentos de aprendizaje. Morodo coincidió conmigo en en una clínica madrileña un simple miércoles por la mañana cuando acudía a revisión de mi pierna. Al principio llamó mi atención su aspecto: las rastas por poco barrían el suelo, casi en sintonía con su vello anal, un chándal caro pero mal llevado, grande para alguien en exceso bajito, piel morena, y cara invisible bajo una gorra veinte tallas mayor. Inicialmente, me pareció un personaje muy de cómic. Su acompañante era corpulento y con barriga, también llevaba rastas (nunca más largas que el líder) y una vestimenta a medio camino entre la propia de la Cañada Real y el Primark. Desde luego no eran asiduos a la clínica,ni personajes ordinarios. Algo se traían entre manos – pensé. A partir de ahí decidí prestar atención, pegando oreja para averiguar qué les traía allí y quiénes eran.

Tras unos veinte minutos en el pasillo de consultas, Morodo perdió la paciencia. La falta de costumbre, supongo.  Caminó hacia el mostrador de recepción, pasando por detrás mía, donde educadamente inquirió cuánto tiempo le llevaría ser reconocido por un doctor. Entonces llegó el momento de la idolatría sin encanto, cuando la recepcionista preguntó lo que llevaba queriendo preguntar desde que le vio entrar: “oye, pero tú eres Morodo, ¿no?”. El paciente sonrió graciosamente, probablemente ni se imaginaba ser reconocido allí, mucho menos por una enfermera que podría ser su tía. Ella le pidió un autógrafo y el cantante se lo firmó como quien recibe una cumplido anónimo, tímidamente, sin saber realmente qué sentido tenía aquello, pero reconociendo su ventaja. La recepcionista ni siquiera fue capaz de confirmarle a quién dedicar el citado autógrafo; era una firma sin misterio.

Pasaron unos cinco minutos y tras de mí, dirigiéndose hacia el chaval, pasó una supervisora. Entonces me enteré del problema del todo lógico que le llevaba a la clínica. Morodo canta tan rasgadamente, exagera de tal modo su capacidad vocal para parecer más viejo o más grande, incluso más molesto, que necesitaba un otorrinolaringólogo de urgencias. La supervisora frustró su espera al confirmar que el otorrinolaringólogo de su seguro ya se había marchado. Impresionaba la candidez y buenas maneras con las que el cantante trataba al personal, el sosiego de su voz frente a la furia al interpretar, el estoicismo ante un contratiempo ordinario tan clave en su carrera. De inmediato, Morodo y su amigo marcharon hacia otro hospital donde encontrar un especialista.

Cuando llegué a casa leí que Morodo ha sido controvertido en muchas de sus composiciones. También conocí una nueva expresión para gays o maricas, “Battyman”, que él utiliza en sus temas y por la que el cantante ha sido tildado de homófobo. Pero mientras veo en televisión la Santa misa desde Roma, escuchando cantos celestiales y música dulce y ligera para el alma como buñuelo a la boca, encuentro las declaraciones que el rastafari emplea en su defensa: “No es la religión que yo practico, es la que tu practicas también, lo que pasa es que tú no le haces caso. Coge la Biblia y te pone “hombre con mujer, mujer con hombre” y en Jamaica no es que la religión Rastafari esté en contra de eso y vaya a quemarlo, es que en la Biblia pone eso y alguien que sea adepto y siga los mandamientos a rajatabla en su mentalidad no cabe esta opción porque él sigue unos mandamientos que están escritos”.

Lejos de cuestionar aquí el amor homosexual, hay que admitir que las declaraciones del cantante son dignas de elogio. Es admirable que, en plena conmemoración de Semana santa, periodo cumbre del relato cristiano en el que se suceden magistralmente pasión, agonía y resurrección, Morodo y Ratzinger acierten en su capacidad de reflexión. Sorprende frente a estereotipos que el primero sea tan valiente en su defensa de un credo personal contra corriente, mientras al segundo es obvio que le va en la nómina. Siempre he entendido que el discurso del líder espiritual muestre coherencia con aquello que representa, y que no hay que esperar de él cambios en las promesas a un mundo eterno. ¿No es cierto que entonces le acusaríamos de chaquetero?.

El Papa comenta en estos momentos en la televisión el significado de las celebraciones de la Última cena y la eucaristía, aprovechando para recordar certeramente de qué va su negociado, pura fé y no más: “todos debemos aceptar a Cristo como él es y no como nos gustaría” – dice. O sea, hay lentejas, si las quieres, las tomas, si no, las dejas. Entre él y el paciente Morodo lo tienen claro. ¿Y en el Reino de los cielos cómo lo llevan?. Quizás bailando alegremente a Morodo, con Marley dando botes al lado de Dios, y pasándole un canuto tan gigantesco que hoy impregna de humo el paraíso y de nubes la tierra.










jueves, 14 de abril de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.

Dentro del cristal

Son ya 28 enyesadas tardes tras el balcón que da al parque del Cuartel de la montaña para que al fin hoy, 14 de abril, onomástica del periodo republicano español, me despida de esta posición descubriendo por primera vez el interior tras el cristal.

Decía Marcel Proust que “cuando se descubre la verdadera vida de la gente, el mundo real tras el mundo aparente, encontramos sorpresas igual que si visitáramos una casa de un exterior sencillo que dentro guarda tesoros escondidos, cámaras de tortura o esqueletos”.

Dudo ahora si la escalera de piedra a través de la que estos días he observado imprudentemente a tantos personajes ha indagado también en mi reposo. Mientras florecían frutos y tallos a sus lados, cuando subían por ella los pecaminosos ritualistas con su cruz – a los que, por cierto, no he vuelto a ver -; a las once en punto de cada mañana, al tomar los poligoneros de uniforme frente a mí sus bocatas, porros y refrescos; y a la vez que los turistas bajaban plano en mano, y los amantes se despedían antes del fin de su camino, es posible que la escalera  haya sido, sin darnos cuenta, más indiscreta que yo. Quizás haya iniciado con ejemplar disimulo, y gracias a su inerte forma, la construcción del relato de la vida tras el cristal del apartamento segundo B, justo frente al lugar donde nacen y mueren sus peldaños.

En su personaje de ‘La ventana indiscreta’, James Stewart cometió un fallo tan grave como para perder la vida. El fotógrafo alargaba su cuello más allá del poyete de la ventana, torcía el tronco – fibroso y esbelto en su pijama de seda - hacia la ventana, y señalaba con el dedo y con el objetivo de su cámara al asesino como si fuera invisible, creyendo – a pesar de su vulnerable situación – que al individuo a quien eligió como objetivo era incapaz de avistarle; un error tan humano y habitual que aún hoy lo seguimos cometiendo muchos. De igual modo, después de un mes de relatos e intrigas estériles, he podido pecar de ingenua y haber sido yo el objeto de observación.

Sí, puede que la escalera tenga más que contar de lo que imagino. Habrá visto frente a ella mi pierna en alto, mis ansias y dificultades físicas; es posible que incluso ya haya trazado un perfil de mi personalidad y conozca muchos de mis secretos. En la casa que habito temporalmente, habrá concluido que reinan tres mujeres a ritmos distintos. Una, la dueña, antes en vil compañía, es hoy digna ama de su independencia. Se la ve firme y organizada, segura y más feliz que nunca en su nueva soledad. Tanto ha cambiado la escena de este hogar que ahora parece ser ella el corazón capaz de acoger a peronés y almas en proceso de recuperación. Otra, una visitante puntual en las mañanas, trabaja dentro de las habitaciones y habla asiduamente por el teléfono móvil, probablemente atendiendo no sólo las tareas de casa ajena, sino también las de sus hijos y sus nietos. La vida le arrebató muy joven al padre de todos ellos, pero 30 años después se muestra ajetreada y vital; una dama que en cada uno de sus gestos demuestra resistir el paso del tiempo con feroz y envidiable optimismo.

La tercera soy yo. Confusa, quieta y nerviosa. Tras el cristal se me puede observar leer, escribir con rapidez, contorsionarme y fumar sin freno. A veces me entrego a recuerdos que me hacen llorar y reír, sobretodo al pensar en la ausencia de mi madre. Otras resoplo en el momento más álgido de sol. También me he mordido los labios con el paso de los transeúntes, y muchas mañanas he bebido demasiado café mientras pasaba el rato frente a la pantalla. De lo que más se ríe el parque es de mi adicción a Facebook y de mis aparatosas salidas en silla; también admira cómo me manejo del lado visible de la casa al más profundo de la misma usando mi pierna sana como palanca o algunos de los muebles como apoyo. A todas nos ha visto cuidar las flores, cenar juntas, gesticular sin miedo, charlar del día a día y mirar hacia su lado. De esta casa, creo que solo puede decir que hay tres mujeres, como tres escondidos secretos, que en plena primavera respiran olor y cuentan sueños sin cristal de por medio. Tres que pueden luchar orgullosas contra las roturas, los esqueletos y alguna tortura inmerecida, apoyándose en cada una o en un simple objeto. En definitiva, personas que bajo observación superaríamos la normalidad, y a las que creo que Proust no dejaría de mirar.

Dedico este pequeño homenaje a mis valientes cuidadoras y a la vida alrededor de esta ventana indiscreta antes de marcharme a otro lugar. Me despido ya del escenario de antiguas batallas y fusilamientos, hoy convertido en centro de la comodidad y la calma, del lado suroeste de la ciudad. A partir de mañana continuaré mi diario escayolado desde el refugio de mi ático. Más impunemente, desde arriba, prometo observar la cotidianeidad agitada de mi barrio, mezcla de sangres e interiores, y capturar sus secretos desde un nuevo mirador. Quizás esta vez sin ser vista...

viernes, 8 de abril de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.

Dios murió bailando

Al fin he visto algo de interés en el Cuartel de la montaña. Han pasado 21 días desde que estoy frente a la ladera sur del parque, ansiando tras la ventana hacerme con una trama similar a la de Hitchcock, hasta que hoy, día caluroso en la urbe, llega la recompensa a mi curiosidad y vuestra paciencia. El misterio se ha colado en la perfecta postal de mi balcón. Para recrearlo con mayor dramatismo recomiendo seguir esta lectura escuchando cualquier tema del grupo Forest swords (“Espadas en el bosque” en español).

En principio descarto la idea de un crimen, aunque lo visto las dos últimas noches puede de algún modo relacionarse con un sacrificio animal o humano. No tiene nada que ver con un robo, espero. Tampoco parece una misión dirigida a la consecución de una barbarie de índole sexual. Quién sabe. Todavía estamos ante un caso no resuelto, en apariencia inocente pero, en nuestra imaginación, fácilmente mutable a una ficción tétrica o delictiva.

Admito que la primera vez preferí restarle importancia. Sin embargo, anoche, al recogerse en silencio la primavera, cuando callan los pájaros en celo y cala suavemente la iluminación anaranjada de las farolas en piedras afiladas y árboles vilmente torcidos, llamó de nuevo mi atención el ascenso de algo gigantesco, a pasos grandes y firmes, por las escaleras y la colina. Al advertirlo por segunda vez salté a la pata coja por encima del sofá hacia el sillón próximo a la ventana, pequé la vista lo más posible al cristal, aplastando mi nariz contra éste; la pierna enyesada sostenida en el aire, mi tronco convertido en extraña espiral en torno a la noche, retorcida y asombrada; tenía que comprobar que lo observado no era casualidad, sino un ritual nocturno del que debía registrar todo detalle. Juro que si no fuera por mi pierna tensa y rota, en ese instante hubiera salido corriendo detrás de la visión sin temor. Supongo que James Stewart se hubiera lamentado de lo mismo.

Escribo ahora al nacer la tercera noche, son las nueve y cinco minutos y aguardo el regreso del fenómeno. Es una cruz enorme, creo que con el INRI arriba, que asciende a hombro de un hombre toda la colina. Alrededor de ella también suben unas dos decenas de personas (dudo en confirmar si latinoamericanas). Caminan con agilidad, como si realmente tuvieran algo más importante que hacer en el punto más alto del parque. La primera vez que les descubrí marchaban hacia arriba; sin embargo, anoche les vi al descender. La cruz lleva una serie de tarjetones pegados en la tabla vertical, con mensajes y dibujos que no logro descifrar desde tan lejos. El grupo portador parece joven, compuesto por mujeres y también hombres. Es evidente que se trata de un culto pequeño, previsiblemente al Dios cristiano, que actúa durante la Cuaresma en el Cuartel de la montaña. El camino por el que ascienden lleva a un aparcamiento u explanada con vistas a la Casa de campo. Quizás allí les esperen más fieles para acometer su misión, o puede que se trate solo de una élite que ensaya su procesión de Semana Santa. Esto explica que elijan la noche para reunirse en torno a la cruz, pero ¿dónde está el paso? ¿Dónde el conjunto escultórico? ¿Por qué los mensajes en la cruz? ¿Qué significan? ¿Y por qué no llevan el símbolo en un coche?; son preguntas sin respuesta (ni prismáticos) para las que deberé aguardar a una mejor observación o colaboración desinteresada de un testigo. Veremos si hoy vuelven frente al cristal y aclaro esta historia.

Es curioso, de todos modos, que esta reunión religiosa se realice bajo un templo de otro culto, el de Debod. Me pregunto si le atribuyen algún efecto milagroso o por el contrario lo consideran un simple ornamento urbano. Otra de las sorprendentes revelaciones al buscar pistas en Internet ha sido comprobar que en el mismo lugar se realizó una vigía tras la muerte de Michael Jackson. Lo he leído en un desmoralizante foro en torno al desgraciado rey del pop, del que extraigo la conclusión de que sus miembros, además de aburridos, deberían someterse a una terapia de electrochoque y pastillas o a un encierro de por vida. Uno de los mensajes expresaba el siguiente lema: “tu Dios ha muerto en la cruz, el mío bailando”.

Los cultos modernos son tan libres que en ocasiones se hacen incomprensiblemente delirantes. A la música, de todos los estímulos, puede atribuirse el origen de muchos de los más exagerados y huecos. Culpo a productores, promotores, relaciones públicas y demás sanguijuelas sin escrúpulos por tanta hipnosis desaforada. Esta semana en España padres con sus niñas guardaban cola durante varios días con sus noches para hacerse con un buen puesto frente al escenario donde cantaba Justin Bieber; hace tiempo recuerdo aprovechar el momento de la actuación de Marylin Manson para entrar a hacer pis en una caseta de un festival. Sus zancos, el maquillaje de apariencia enfermiza y las versiones de temas desconocidos por el público adolescente, contribuían a la perfecta creación de un producto de mercado. En el aspecto musical, me da pena - y me siento envejecida - cuando escucho a estos ídolos procesar canciones de éxito de no hace más de veinte años de cara a las masas. Los productores saben que ‘Tainted love’, de Soft Cell; ‘Be agressive’, de Faith no more; o ‘Lovefool’, de The cardigans – por citar solo un par de entre muchos ejemplos – se convertirán en himnos de éxito si presentados con un buen lazo en una caja de brillos.

Bien es cierto que hay diferencias geográficas y culturales entre ídolos: los estadounidenses son zafios y soeces (sobretodo sexualmente hablando), desconocen la sensualidad o la sutilidad, y se centran como mucho en uno o dos valores (por ejemplo: coches y culos); los ingleses reinan en la estantería de la cursilería; los latinos en la del drama machista; y los españoles triunfan en el mercado de saldo, siempre pecando en la ausencia de calidad y, en ocasiones, ensalzando a los artistas por su cutrerío contestario.

Siempre he sido de la opinión de que no hay que conocer personalmente al artista al que se admira; ni por asomo es recomendable estamparse de un modo tan suicida contra la realidad, lo sé por experiencia. En cambio sí estimo útil un conocimiento a media distancia de algunos de los aspectos privados de la figura pública, aunque sea fruto de la casualidad. De ello, sin ir más lejos, doy fe estos días, ya que me he topado accidentalmente con un importante símbolo de adolescentes del que daré cuenta en un próximo texto. El contexto, la figura y lo acontecido bien merecen la pena ser contados. De momento, sigo esperando a que aparezcan los de la cruz…

FOREST SWORDS 'Miarches'



martes, 5 de abril de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.

ZOMBIES

Desde que aconteció el Fool´s day, o día de los inocentes anglosajón, el pasado 1 de abril, no sé muy bien si es martes o jueves. Me cuesta discernir entre los días de la semana y se me olvidan rutinas aplicadas a alguno de ellos. Ni siquiera me acuerdo de la misa dominical con la que gusto cumplir, y de milagro renuevo la baja médica semana tras semana. Esta situación de encierro e inmovilidad está alterando mi plan de acción doméstico. Ahora siento cómo si el orden de tareas y prioridades que ideé desde la rotura dependieran en gran parte de la incertidumbre y el desconcierto.

Hay un antes y un después en esta alteración. La semana pasada acudí a mi primera revisión de la rotura con el convencimiento de hallarme fuera de riesgo. Sin embargo, el traumatólogo insiste en recordarme que estoy bajo amenaza de intervención quirúrgica y me dice, no sin alarmante cachondeo, que va para largo. Sigo a pinchazo diario anti-trombos en la tripa, con el pie en alto, y adquiriendo un manejo de la silla de ruedas a la altura de líder paraolímpico. La nalga izquierda terminará más abultada que la derecha, puesto que para conducirme del salón a la cocina o al baño utilizo la pierna sana a modo de palanca o remo. Consecuentemente, este verano se me caerá la braga del bikini por el lado flácido, el derecho, y enseñaré un culo desnivelado gracias a un lado izquierdo firme y elocuente. De mi estado emergen novedades tan extrañas como impredecibles.

Por otro lado, y tras la marcha de Cut copy a Nueva York, he estado inmersa en la elaboración de un artículo sobre Wild beasts. Me llevó más tiempo del necesario redactar la entrevista a Hayden Thorpe, un hombre inusualmente amable al teléfono y extremadamente delicado en lo vocal, espíritu del dramático paisaje al borde con Escocia pero lo suficientemente joven como para saber trasladar sus impresiones al mundo actual. Le gusta Rimbaud, los Shelleys, el fauvismo, las tragedias clásicas, todo lo relativo al roce misterioso con la muerte o la vida. En cierto modo logró que me sintiera identificada y me he pasado los diez últimos días sin parar de escuchar el último disco, que sale a la venta en mayo y recomiendo intensamente. La mejor de las canciones clama “¿de cuántas cosas debo olvidarme? ¿de cuántas arrepentirme? ¿de cuántas acordarme? ¿a cuáles rendirme? Ya tengo demasiados enemigos…”. Lo que me da la impresión de estar escuchando a un infante narrando veteranías de vida que, sin embargo, aún se muestra servil ante la imprevisible marea de acontecimientos o decisiones futuras.

Como thorpe, tampoco yo cierro los ojos ante dramas o sorpresas. Sin embargo, el lugar al que hago frente aún no me ha ofrecido espectáculo digno de mención, ni un robo siquiera. Lo más emocionante ocurrió hace ya unas cuantas mañanas, cuando dos ciclistas trapecistas bajaron osadamente las escaleras del parque. Pensé que se caerían de tanto temblarles el manillar en el descenso por los peldaños empedrados. Culminaron el reto con maestría y sanos. Ayer, eso sí, capté a un pareja de amantes dándose el último beso entre arbustos antes de abandonar la colina, justo a salvo de ser vistos por algún conocido. Al salir del parque también desligaron sus manos. Él era mucho mayor que ella y ninguno de los dos parecía arrepentirse en absoluto de su engaño. Mientras tanto, los coches de debajo del balcón pasan el semáforo como si del circuito de Mónaco se tratara, a veces a ritmo de Camela, otras de reggeaton, u de los Rolling. Los viernes al mediodía es común el paso de un oficinista soltero que viaja con AC/DC al máximo volumen, los domingos por la mañana, en cambio, lo habitual es el techno distorsionado.

Cuánta decepción puedo contemplar desde este cómodo sofá sin ser detectada. Es en cierto modo ventajoso, pero también triste. De ahí que necesite escribir en este blog, lejos de cualquier intento de exhibicionismo, y más bien por dos razones: práctica narrativa y desahogo contemplativo. De la posición extrema de esta ventana indiscreta pueden concluirse otros estados pasivos con tintes de vouyerismo y aislacionismo. Es igual, me da la sensación, pertenecer a una mayoría de cabezas enterradas en el teclado de la Blackberry, chateando entre estaciones del Metro, como también salir un viernes a ritmo de Angus Young y regresar a casa el domingo anestesiado de realidad o pagados de nosotros mismos gracias a remedios infectos. Mirar tras un cristal, embobarse con Jorge Javier, o hacerse pasar por zombie, es lo mismo. Apartada frente al Cuartel de la Montaña me doy cuenta de la sociedad tan extremadamente absurda en la que vivimos: gadgeteada, inerte, aunque sangrante. Precisamente ahora recuerdo una cita de Oscar Wilde: “la vida lo vende todo demasiado caro, y nosotros compramos sus más mezquinos secretos a un precio monstruoso e infinito”.

Nuestro precio de venta está devaluado. En breve, ni siquiera nos quedarán las pensiones ni el paro. Nosotros mismos nos rebajamos de modo prolongado en subastas de felicidad a trocitos. Este fin de semana llamó mi atención un desfile de muertos ficticios que paseaba orgulloso por las calles de la ciudad. A mismo tiempo se armaba todo un revuelo mediático por la figura de un presidente prescindible. ¿Queremos pasar por muertos? ¿Es que queda alguien vivo?. Un acontecimiento como la renuncia electoral de Zapatero y su vanagloria escénica en los diarios demuestra una vez más que el socialismo se ha hecho el harakiri, y confirma  que el periodismo pereció hace ya tres siglos. Ambos miran hacia lados huecos, insustanciales, llenos de deslumbrante publicidad y tirantes rojos. Los demás seguimos desfilando con la sangre saliéndonos a borbotones, por desgracia.

Anoche, sin ir más lejos, me sacaron a cenar en silla de ruedas. Entramos a Bazaar, ese restaurante de amplia superficie tan de moda en Chueca donde no se permiten reservas.  Mi salida fue tan incierta como arriesgada, ya que a la puerta del restaurante se me echó encima un comensal algo tocado de vino, lo que hubiera significado una caída fatal con posible empeoramiento de mi rotura. No pasó nada. Sin embargo, y tras un esfuerzo de circo por subir las escaleras de entrada a la pata coja, un camarero de los de pantalón y camiseta negra (vestuario cosmopolita que ya resulta manido), anunció que sólo disponían de mesa para cinco en la planta de abajo. Delante de nuestras narices había tres o cuatro mesas vacías, preparadas para cuatro comensales pero con hueco para cinco. El camarero, a pesar de verme de pie a la pata coja y con el yeso hasta la rodilla, insistía en que, si queríamos sentarnos en su magníficamente moderno restaurante, sólo nos permitía comer en la planta de abajo, situada tras unas empinadas y larguísimas escaleras. “¿Pretendes en serio hacerme bajar a la pata coja pudiendo sentarnos en una de estas mesas de aquí delante, aunque estemos más justos? Solo tendrías que añadir una silla. Es muy simple”, le espeté. Finalmente logramos sentarnos en una de las mesas libres de la planta de arriba, aunque sin dar crédito a la actitud deshumanizada del local y su camarero.

Un restaurante así es como el más ruin de los banqueros, ya sea en España, en Islandia o Nueva York. Lo que manda es el dinero, la constante recarga de clientes, las mesas llenas y las cuentas boyantes. El ser humano, bípedo o impedido, nada vale ni sirve. Al final va a ser verdad el principio Hobbesiano de que somos un lobo para nosotros mismos. Hemos vendido nuestra soberanía por unos platos de carpaccio, unos gramos de sustancias o unas entradas para un Madrid-Barca. Y así hemos conseguido que sea la democracia la que esté en crisis, no la economía. ¿A qué viene tanta tinta sobre Rubalcaba o Zapatero?. En Islandia aún están intentando salvar su dignidad encarcelando a banqueros, mientras que en España la Moncloa se llena un sábado de directivos como si se tratara de una proeza gubernamental. La verdad es no sé por qué me avergüenzo de ir a misa los domingos. Al menos allí me ofrecen un discurso humanizante, gratuito y coherente.

Al inicio de este diario recomendaba se rompieran algo los lectores, pero ahora exhorto a una acción simultánea de roturas de peroné en el mundo entero. Una especie de flashmob dramática tras la que políticos, banqueros y restaurantes se queden sin bípedos y con las manos vacías. Este tiempo colectivo de relax y huelga forzada no sólo nos hará más humanos, sino que incluso podría devolvernos a la lectura y a la reflexión necesarias mientras asimos la sartén por su mango. No habrá nada de lo que arrepentirse, ni recordar, ni tampoco rendiciones al engrose de los beneficios de otros mientras lamentamos la reducción de los nuestros. Una acción de este tipo podría ser el inicio de una era ilustre donde trabajar en nuestro propio favor, olvidándonos de todo aquello que nos convierte día a día en nuestros propios enemigos.


Reportaje "¡Indignaos!", de Informe Semanal, con los pensadores Hessel, Sampedro o Marina.