miércoles, 27 de abril de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.

Pasada de peso

Miércoles sin una nube en el horizonte ni más yeso en la pierna. Al fin me he desprendido de la escayola y su peso, descubriendo una piel agrietada y seca que al mínimo roce se queda entre mis uñas y el vello que ha crecido disparatadamente durante todo un mes. Es un alivio reconocer mi extremidad, sentir el aire y el sol por debajo de la rodilla, y tomar de nuevo conciencia de su tamaño y movilidad. Sin embargo, lo importante concierne al interior. Antes de la preocupación por cualquier daño estético está el hueso roto, que en la última radiografía aparece mágicamente más cercano al lugar al que pertenece, permitiéndome imaginarme andando, o bailando en un futuro cada vez más próximo. En cuanto a los pelos, la muda de piel, el tobillo hinchado, o la aparición de una marca de sol con la escayola puesta, me los tomo con humor. Sé que son accidentes fácilmente reversibles.

Puedo confirmar que la lenta progresión del hueso y mis momentos quietos han dado un satisfactorio fruto. Y no solo en el sentido anatómico. Una vez en casa, ya fuera con lluvia o calor, he disfrutado de múltiples regalos de la naturaleza urbana. Desde mi torre imaginada, en la terraza de mi ático, he dedicado más tiempo del que haya podido soñar a la contemplación pausada del cielo, la primavera en curso, sus sonidos y colores. Esta penitencia ha sido finalmente una causa agraciada, todo un privilegio que ahora reconozco inalcanzable cotidianamente. A veces he escuchado música tumbada en la terraza o con la silla de ruedas frente al marco de su entrada, protegida mientras contemplaba a los pájaros piar y bailar una coreografía a medida de mi canción, bajo una tormenta de sombras y halos de luz, o gozando de la visión de las nubes esponjosas de esta estación en un pulso casi infantil con el astro solar, jugando a ratos a taparlo, otros a abrirle espacios, hasta caer bajo los edificios, dando pie a claros y oscuros desiguales e irrepetibles.

De noche me adentro en el mundo a mordiscos a través de la televisión. Hace poco me atrajo la competición europea de gimnasia femenina. Las rusas, aun con más esfuerzo que en otras épocas, todavía dominan el panel por puntos. Otras nacionalidades, antes de la antigua URSS, han caído en picado con la crisis, así que por primera vez advertí diversidad en el ranking: griegas, alemanas, italianas, rumanas, e inglesas luchaban por los diez primeros puestos, entre regulares frotamientos de manos en polvo blanco y miles de refuerzos de trapo en sus muñecas. En un momento de competición de suelo, una italiana veterana, racial y hermosa entre purpurinas, propició sin saberlo un comentario paralelo a sus piruetas que llamó mi atención. La periodista aseguró al ver sus giros que la gimnasta estaba “pasada de peso”. Ella luchaba por volar más ágilmente que la pequeña rusa de oro, sin éxito pero con gracia. Su cuerpo era firme, redondo y moreno, sin signos de malnutrición ni palidez. ¿Qué más se puede pedir con 21 años?, pensé. Bella, valiente, radiante...pero enfrentada a una realidad excesivamente austera ante la audiencia. ¿Es necesario forzar la máquina? ¿Puede uno someterse a la vorágine inhumana o debe parar y contemplar el curso irreversible de la existencia? ¿Cuáles de esos dos caminos nos enseñan a disfrutar vitalmente? ¿En manos de quién tiene su vida esta atleta?.

La rusa ganó la competición, seguida de una alemana y una rumana. La veterana italiana quedó en el puesto quince, lo que no está mal. A estas alturas no paro de pensar en ese comentario. La italiana parecía también consciente de que su entrega anti-natura estaba sirviendo a un propósito tan fugaz como insalvable. El momento de la caída demasiado rotunda, la voltereta muy lenta, esa molesta falta de impulso que ahora dicta su cuerpo,  y la mirada enojada ante la próxima diagonal que veía infinita, demasiado larga, son gestos de una batalla por el fin del ejercicio y de la competición en un puesto digno. Fueron cuatro minutos de su carrera llevados hasta el extremo, en un empeño por escribir un prólogo feliz a su salida definitiva de la pista que la gimnasta finalmente consiguió transformar en ocasión feliz. He aquí otra de las ventajas de la contemplación: el de gozar de la consecución de un puesto número quince en mayor medida que el de un número uno en su perfecta deformidad.

A pesar de la gimnasia, de las guerras árabes y de sueños extraños que me intrigan (en dos ocasiones me he despertado recordando haber charlado con Kylie Minogue), sigo aprovechando satisfactoriamente el encierro sintiendo por primera vez a la tierra girar a la misma velocidad que se percibe al montar un caballito de feria en la infancia, confirmando al mundo como una pista de circo en continua actividad y trasiego. Pero no hago este ejercicio en soledad, ni mucho menos. He descubierto que el amor por la vida en detenimiento es un tema recurrente en la literatura, el pensamiento, y hasta en la música. Muchas de las palabras y melodías rondan el ideal de una vida ligera. Han sido creadas para aliviarnos de la preocupación por el peso tras la caída. Como en este maravilloso fragmento del húngaro Frigyes Karinthy, que al leer exonera de toda carga:

"Sólo existen los días. Veinticuatro horas, eso es lo que hay, y siempre es posible de una manera u otra resistir la vida durante ese tiempo. (...) Por primera vez gozo del dichoso estado de la irresponsabilidad total. ¿Cómo podría explicar esta sensación a personas normales y sanas? Debéis comprenderlo: un alma tan compleja como la mía es continua e incesantemente presa de una tensión en la que vosotros, felices mortales, sólo caéis una vez en toda vuestra existencia: en cada uno de los instantes de mi vida, me veo obligado a pensar en toda mi vida. Para mí, cada minuto es como para vosotros el instante en que caéis del sexto u os arrastra un ciclón.”

El escritor tiene razón. En algunos casos es complejo desprenderse de la tensión y alcanzar el sosiego. Pero no es un tópico inalcanzable. La competición tiene su fin, como tantas otras metas, porque la naturaleza sigue su curso ante nuestros ojos: algún día la italiana verá como otra rusa más joven y ágil desbanca a la actual campeona. Es entonces cuando se requiere estar preparado por dentro, cuidar la mirada y disfrutar de las vueltas, teniendo por seguro los huesos enteros. Así es fácil disfrutar de la recompensa que reside en la observación por encima de la distorsión, en la pausa frente a la superficie. La poética nace tan solo al emplear tiempo y concentración. Así que tomemos la frase de la periodista para ayudar a la atleta italiana a apreciar su momento. Imaginémosla de nuevo a cámara lenta sobre la moqueta de azul intenso, cegados por destellos de purpurina en su pelo y mejillas, armando de fuerza sus brazos, y de aire su tronco y piernas para volar, llegando al vértice graciosa y estirada, dispuesta a la siguiente diagonal con brinco tenso. Es el fin del ejercicio. Sus dedos apuntan al cielo y su aliento palpita acelerado fuera de su boca. Puesto número quince. Qué maravilloso es entonces saber que estar pasados de peso sirve para presentirnos orgullosamente ligeros.
MADERITA 'ATENCIÓN ENCANDILADA'

MADERITA. ATENCIÓN ENCANDILADA from audiencies on Vimeo.

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