DE LOS SÓTANOS AL CIELO*
No sé con certeza qué día es pero sí algo de lo que acontece. En esta estación cada vez quedan menos nubes en el horizonte y yo veo a menos personas. Frente a mí, tras la torre Picasso, comienza a esconderse el sol. Sé que hoy ha golpeado fuerte a la ciudad porque hacía muchísimo calor, casi con la intensidad de un mes de Julio. Estoy en la terraza, en esta postal gravitatoria de naturaleza y techos urbanos, entre torres y mis geranios. La lavanda que compré ha crecido al menos medio metro desde que volví a casa. El jazmín – no entiendo por qué causa – se ha vuelto tímido y ha dejado de criar flores. En cambio, el crisantemo, una especie más típica del otoño, quiere rebelarse y lanza ya capullos de su flor amoratada. Del mismo color se muestra mi tobillo, todavía frágil. Cuando lo miro recuerdo a mi abuela, grande e hinchada; sin embargo, a estas horas, y desde que regresé al ático, me siento ágil, ligera y feliz. Este momento del día es uno de mis favoritos. Lo celebro junto a una nueva especie que ha hecho aparición al terminar Abril y que sería imposible observar con mimo desde la calle, en el mundo real. Al caer el sol salen en bandada y me enseñan el mayor espectáculo animal jamás visto. Es la hora de los vencejos y de escribir.
Ahora mismo cruzan el cielo a mi derecha tres, no, cuatro aviones. Tras de sí el vapor imaginado de sus viajeros, deseando llegar a sus destinos. La escena la interrumpe el protagonista de los inicios del mes de Mayo. Parece un patio de colegio, de niños muy pequeños, revoloteando y festejando la vida con millones de giros y aleteos, a veces planeando por encima de mi cabeza, a tan solo medio metro, más rápidos que todos esos aviones juntos. Los vencejos han llegado a Madrid de Sudáfrica. Salen a correr por las mañanas y al anochecer. Observarles no es fácil desde el suelo, pero sí desde aquí. Me recuerdan a tantas cosas: a cazas de última tecnología, a Top Gun, a la batalla sobre Inglaterra, a libertad, a bulerías, a riesgo y a deseos. Son caóticos pero nunca chocan, se persiguen y se aparean durante el vuelo, comen también en el aire, nunca frenan ni paran. Son cientos o miles, solo en este pequeño rincón de la ciudad, y creen no ser vistos. Sin embargo saben que estoy cerca, pero me respetan y no invaden mi espacio. Estamos en tan perfecta armonía, mientras el sol cae despacio y saluda, que cada vez más me aterra querer ser como ellos y, como mi dificultad al andar, sentirme asilvestrada entre humanos cuando me recupere.
Me gustaría caer en picado como estos pájaros en décimas de segundo y remontar; adelantarme a la luna; recorrer en paralelo la estela de un avión con otro a mi lado, cual espejo aéreo; y desafiar a la velocidad sin golpes ni quebrándome un hueso. Imaginaos bailando tribalmente en el sur del planeta y pasar la primavera en Europa, aprendiendo idiomas y arquitectura, para después volver al hogar en grupo, un año más.
Digo todo esto porque hoy hice mi primera excursión en autobús impedida. Ha sido una mañana muy dura. Parecía ajena a la realidad: a los ancianos oprimidos, los que tenían ganas de conversación, los I pods, las voces en alto de los estudiantes, las colas del banco y sus empleados malhumorados, los claxones, las obras, los intereses del crédito, la declaración de la renta, la basura acumulada. Se confirma que llevo ya demasiado tiempo en una torre de ensueño, incapaz de entender qué es lo que ocurre abajo. Me pregunto ahora qué pensaría Osama Bin Laden durante su cautiverio en cuevas y salones, rodeado de rifles, barbas rugosas y túnicas blancas. No vería siquiera los pájaros ni las flores. ¿Qué demente no quiere morir tras una condena voluntaria de tal envergadura?. Y, sobretodo, ¿para qué?. ¿Estos acontecimientos convierten a Obama en vendejo ya Osama en gusano?.
Por mi parte, soy consciente de que tengo mucha suerte. Un encierro con vistas al azul del cielo en plena ciudad es todo un privilegio. Pienso en lo que hay abajo y cuánto nos ahoga. Nuestra única ventaja son los sueños, de noche, que creo deberíamos registrar con más fe. Ahora recuerdo el relato que acabo de terminar de leer. Es un diario sobre el levantamiento de Varsovia donde la supervivencia nada tenía que ver con los modos de vida de hoy. Eran nómadas de sus propias cuevas, sótanos de edificios quemados y bombardeados, donde el agua a veces era putrefacta, otras surgía un rábano qué comer del patio interior. Cuando uno aprende que existió un momento de la historia en la que a media humanidad le obligaron a reunirse junto a humedades en la oscuridad, oyendo bombas y no aves, rezando por un mendrugo de pan, arriesgando el latir del corazón porque el derrumbe se hacía inminente - en lugar de porque le has declarado la guerra a una fé - pues quiere convertirse en pájaro o en flor, o en trigo, incluso en cristal. Le cuentas estas cosas de nuestra historia a los vendejos y no se lo creen, claro.
A pesar de todo, hoy, en la inmediata superficie, me he visto obligada a hacer un esfuerzo por reconocerme entre mi tribu. He tomado asiento en la plaza, a la salida del metro. Había una anciana haciendo ganchillo al sol, una mujer alcohólica ex profesora de parvulario a mi lado; chiquillos (primera generación de dominicanos nacidos en España) derrochando agua de la fuente para jugar; chicas monas con prisa por bajar las escaleras del suburbano; una nieta y su abuela en silencio; comerciales debatiendo su propia ruta de venta por el barrio; y poco más. Me aburre el debate sobre los derechos humanos de un asesino genocida, que se proponía muy seriamente aniquilarnos a todos, con o sin muletas, así que en casa solo puedo ver Saber y Ganar. Si conecto el canal de Sálvame reniego de mi especie; además, me dan ganas de mandar un SMS ininteligible al programa: “No hay vendejo que vuele solo”.
Es casi de noche. ¡Ya sale la luna!. Las huellas que dejan tras de sí los aviones se convierten en trazos blancos sobre naranja. El poco vapor de nube que queda en primavera oscurece a violeta. Oigo cada vez menos el chillido. Si levanto la vista, ya puedo contar con los dedos de mis manos los pocos ejemplares que quedan. Ahora se meten en unas guaridas, entre vuestras tuberías, los rincones de vuestros tejados, el hueco del ascensor, la parte de atrás del aire acondicionado y el tubo del extractor. Cuando caminéis por la calle, echad el cuello hacia la nuca. Si es temprano os alegrará el día, si es al volver a casa, os sentiréis reconfortados. Pensad en África, en las telas de colores, los bailes a orillas de un lago, los pies salpicando de arena el camino, en hacer el amor mientras cantas, o en comer mientras caminas. Elige: sótano o cielo.
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