lunes, 28 de marzo de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.

HUMEDADES

Comienzo con las trampas. Llevo once días con la escayola y en reposo pero haciendo caso omiso de alguna de las recomendaciones médicas. Para empezar, porque apoyo el talón al comer y cuando hago pis (siendo mujer es imposible, además de ridículo, mear con la pierna derecha estirada y sin tocar el suelo). Voy a la cocina o al baño en silla de ruedas, y una vez dentro, ando a la pata coja. También bailo. Para rematar, evito sobresaltos nocturnos con un Orfidal y el Nolotil, y no sé muy bien si posiciono la pierna como es debido al dormir. Tampoco recuerdo sueño alguno, aunque sí me noto el cutis relajado, escasas ojeras y una colección de canas curiosa - unas rizadas y muy rebeldes, otras bastante puntiagudas, en direcciones dispares – cuando me peino, de nuevo a la pata coja, frente al espejo.

Hoy es Lunes. Un día de cielo mayoritariamente gris, lunes cubierto de gloria a pesar de la resaca de lamentos. En Japón, por mencionar números y no tragedias, van por los 11.104 muertos y 17.339 desaparecidos. Dudo sobre qué es peor, si que te den por muerto o por desaparecido. Lo de Libia es de toma y tomo, una batalla aérea, terrestre y marítima en tablas. Aún no sabemos con precisión cuánto tardará la fuerza del Tomahawk en transformar Trípoli. Alonso quedó el domingo cuarto en la carrera de Melbourne, la primera de la F1. Lo más gracioso: Zapatero se rodeó el sábado de una oligarquía empresarial formada por 43 hombres y una mujer para buscar soluciones a parados, desahuciados e investigadores. Por lo que he leído, se expresaron numerosas generalidades en presencia de los tirantes rojos de Botín, quizás el detalle más destacado de la reunión. Rajoy contraataca hoy con un encuentro con Pymes, lo que confirma que vivimos sin certezas, acostumbrándonos progresivamente a esta moda de gobiernos suflé en los que la levadura hace más que el huevo, en los que se escribe nuestra historia a golpe de titular. Nuestro bienestar está en manos de circenses errantes, plumas afiladas a la espera de explotar, revoluciones orquestadas, tirantes de colores y ejecutivos sobrepagados. Mientras todo esto pasa, y en ausencia de fantasías o sueños, hoy he resuelto entregarme a éxitos de The Cure y Burial.

Sigo observando de frente el Cuartel de la montaña. Tras varios días mirando sin ser vista, me doy cuenta de que cada parque madrileño posee su propio carácter. El mío es cotidiano, irregular en sus formas, pero muy urbano. Los fines de semana hay botellón, y a diario vagabundos, colegiales, jubilados, oficinistas, corredores, paseadores de perros, turistas y adolescentes. A eso de las 11, de lunes a viernes, me alegra ver a los poligoneros de siempre uniformados. Aquí echo de menos unos prismáticos: ellos comen su bocadillo en los peldaños de la escalera, vestidos de chándal y una cazadora igual para todos, azul oscura, con algún logotipo que no alcanzo a descifrar. Me gustaría saber qué hacen y de dónde vienen, si el fin de semana les fue bien o mal, si tienen novia o rollos, si se drogan mucho o nada, si vienen de un centro de menores y cuáles son sus ilusiones. De momento, sospecho que están castigados a arreglar de algún modo el parque, plantando arbustos, podando pequeñas ramas, o cambiando bombillas a las farolas. En definitiva, a contribuir y, de algún modo, calmarse.

En lo que llevo de jornada, además de los chavales, ha bajado la escalera una mujer muy rara, menuda, con el pelo totalmente amarillo y redondo, muy inflado. Realmente parecía soportar sobre el cuero cabelludo una coliflor con la raya en medio. También veo tambalearse a algún pobre, inmigrante, arrastrando bolsas con todas sus pertenencias, mareado por el hambre, esperando a ser de nuevo un ser sólido. Me ha recordado una entrevista a Punset en la que decía una verdad por todos ya conocida: “la gente tiene una capacidad increíble para hacerse infeliz”.

Sí, Punset tiene razón, pero no detalla. No explica que muchas de nuestras frustraciones, causadas por motivos exógenos, pueden ser grandiosas, tan palpables y evidentes, y tan numerosas, que sumadas forman la gran decepción. Desengaño en el amor, desilusión sexual, desencanto laboral, y contrariedad en la amistad o la familia, pueden llevar a la desidia vital, según el grado de satisfacción o delirio. Con tanta polución alrededor, uno debe hacerse fuerte y resistir, buscar y cazar el momento, tan inteligentemente que es lógico que muchos frenen y engorden, o callen. Existen parches, mejores o peores, que disfrazan o estimulan al hombre actual, hay pequeños progresos o caídas que marcan el total. Zonas húmedas, aun permeables, y áreas secas, podridas, que no deben contagiar el resto. En esas mejoras o errores reside el sirope de la cuestión, nada banal ni fácil, a lo que, además, hay que añadir el factor suerte, tan decisivo.

Yo, por ejemplo, tengo mis trucos. Mis emociones controladas y las que no. Las buenas y las catastróficas. Las que atraen buena fortuna o las que me hunden en una cadena de acciones incomprensiblemente malignas. Pasa el tiempo y uno se va conociendo mejor a si mismo y a los demás. ¿Algunos de ellos?. Evito el soliloquio amoroso, el empeño exacerbado por aceptar lo inaceptable en otra persona, solo por huir de la soledad; hago deporte y, mientras sudo, descargo contra los prejuicios, la rabia y la impotencia; repudio el sexo fácil, cuanto más complicado, más gozoso; no llevo nunca paraguas, tampoco kleenex; utilizo las redes sociales, no dejo que ellas me utilicen a mi; cuido a amigos o conocidos más que a familiares despóticos o cobardes; como de todo, sobretodo vegetales y pescado, pero también dulces; evito el abuso de alcohol y a los colegas sobreexcitados; uso cremas y pintalabios caros; paso de móviles de última tecnología y no pago ningún coche; me doy largos paseos por donde pueda, ya sea Berlín o Toledo; voy a misa para compensar el discurso deshumanizante de la tele y la calle; siempre tengo un clásico literario entre manos, y las orejas bien abiertas ante Madonna, James Murphy o Bach, me da igual. Por último, y no por ello menos trascendental, huyo del ideal totalitarista de figurar en el trabajo, evitando por completo este  pensamiento tan común de que la esencia de la persona depende del todo de su posición laboral. En cuestiones profesionales se hace impredecible lo que pueda pasarte. Además, me parece muy aburrido.

En general, para ayudarme suelo utilizar el método de la escala. Me calibro lo mejor que puedo, me mido, como cuando eres pequeño, y comparo mi progreso con el paso de los años. En la vida, al contrario que con los huesos rotos, puedes menguar o crecer. Así, yo establezco mis cálculos ocasionalmente: en la cama puedo hacer tanto, con mi cuerpo puedo hacer lo otro, con la mente puedo llegar hasta aquí, y en el amor hasta allá. Después compruebo cuánto de mi doy y me quitan en cada actividad, y sopeso si merece la pena o hay que intervenir. De este modo se toman decisiones algo más tranquilas y a largo plazo, totalmente libres. Por supuesto, de nuevo el factor suerte y, aquí más que nunca, el factor paciencia, juegan un papel determinante. Lo que no debe faltar jamás es una gran dosis de valentía y amor por el riesgo. Digamos que es como el Cola Cao de la vida.

Estoy abierta a sorpresas de todo tipo, las buenas e incluso las malas. Hoy mismo me emocionó la idea de un conocido al que admiro de lejos y con el que he tenido un contacto puntual. Mi visión borrosa de su persona puede eclipsar el método, pero de momento me dejo llevar por lo inesperado. Sus manos, firmes y gruesas, lo que piensa y cómo lo transmite, la escala a la que obedece, más amplia que la mía, atrae toda mi intriga. No puedo contar más detalles, pero he ahí la salsa del asado. De la intriga puede salir, como un conejo de una chistera, amor y compenetración, música celestial y colores que tiñen cada grano de arena que pisemos. Nunca es tarde para ampliar la estatura.

Si, después de profundizar, uno se encuentra con un amor no correspondido, con que el objeto de tu deseo es manco y tuerto de emociones, es gay y tú no, no te entiende o ama a otra persona, o simplemente desparece y no lo vuelves a ver, puede que la medida finalmente crezca un tanto menos, pero quizás abarque detalles antes desconocidos para ti.

Al hilo de lo anterior he recordado una bella historia. Tengo un amigo artista de éxito, que tiempo atrás sollozaba ante la idea de pasarse su vida como teleoperador de telefonía móvil. Eran los tiempos de la inminente popularización del aparato, y el pobre se dedicaba a vender productos a amas de casa, jubilados o estudiantes por teléfono. Por las mañanas, empapado de ilusión y riqueza creativa, aprendía a manejar programas informáticos para digitalizar sus creaciones, hacía piezas en las que el césped hablaba y se transformaba en personajes con un mensaje, según tonalidades. Usaba también riegos llenos de palabras y símbolos originales, versos prestados e imágenes de telediario. En definitiva, su obsesión más brillante eran las construcciones con un principio y fin, contrarias a lo conceptual. Las piezas sobrepasaban la fusión del blanco y negro, eran producto de orgánica y robótica, y expresaban de un modo barroco y preciosista mundos antes inimaginables.

Era hijo de un gitano y una paya. Se había criado entre la calle y el portal de una casa en las afueras de las afueras. Al principio, pasó su infancia en una casa pequeña, llena de chatarra, sin calefacción. Su padre, vendedor callejero, y su madre, limpiadora del hogar, lograron mudarse a un piso regalado por el ayuntamiento. Tenía una hermana, ya madre y esposa de raza, que dejó el colegio cuando se quedó embarazada del guapo de la barriada.

Manuel tenía los ojos azules y una cicatriz en la cara de haberse caído por un pozo cuando pequeño. Era muy delgado, ágil, inquieto, y raro por inteligente. Cuando se mudaron al piso, en el colegio nuevo le tomó cariño una niña, Estela, de madre soltera y pelo anaranjado brillante. La mamá de Estela fue de las primeras videoartistas conocidas en España. Manuel gozaba en casa de Estela comiendo bocatas de Nocilla tras el colegio, jugando a Garfio y Peter Pan, y viendo cómo la madre preparaba esos raros videos. Procuraba no llegar muy tarde a casa, porque aquella amistad llamaba en exceso la atención a sus padres, limitados por el desconocimiento y sorprendidos ante el inusual color de pelo de la niña.

Sin pecas y blanquita como la luna, Estela desapareció un sábado en el que fue a comprar una barra de pan por encargo de su madre. La tienda no estaba tan lejos, pero ella nunca regresó. Manuel se enteró al lunes siguiente en clase. Desesperado, avisó a sus padres, la buscó por los rincones del barrio, aquellos entre callejones y naves industriales, allí donde Estela le podía decir lo que quisiera. Allí podía pedirle cualquier cosa, por muy rara que fuera, ya que Manuel solo quería complacerla, abrazarla, que fijara sus ojos en él sin pausa. No la encontró. Mala suerte.

“Queridos niños, hoy hace un año de la desaparición de vuestra compañera de clase, Estela Márquez. Esta tarde celebraremos una  misa en la parroquia de Santa Úrsula, en la plaza del mercado. Os esperamos” - dijo su tutora aquel curso, 365 días después de una frustrada búsqueda. Manuel estuvo todo ese tiempo recorriendo el barrio y más allá del mismo, esperando saber cómo volver a verla, reír junto a ella, saltar y correr sin miedo como cuando la veía llegar cada mañana, hacerle trenzas en el descampado o jugar en su cuarto. En vano, el tiempo pasó, su hermana se quedó embarazada, el padre y la madre vendieron la furgoneta, él estudió F.P., y jamás volvió a tocar el pelo vibrante y suave de Estela.

Sin embargo, las visitas a la madre de la niña, ahora casada con un periodista,  sí fueron regulares. Ella le dio durante muchas tardes más bocatas de Nocilla, le enseñaba sus creaciones, e incluso le hizo protagonista de una de ellas junto a una representación de una princesa de rojo. También le dejaba dormir y le leía en la cama de Estela, le abrazaba y cantaban la canción favorita de la niña, ‘Me colé en tu fiesta’, de Mecano, salían de paseo o a por materiales para la artista, y, una vez, ya con permiso de sus padres, Manuel viajó a París con ella y su marido. Ambos se mudaron después de aquel viaje a otra ciudad y Manuel creció acompañado siempre de inolvidables escenas junto a Estela y su madre.

Nunca llegaron a perder contacto del todo. Manuel se independizó trabajando de teleoperador por las mañanas, pagándose una nave industrial en la que dormir y crear. Sobre la pared de la entrada, colgaba una foto de Estela y él abrazados por los hombros en el parque del barrio. Ella llevaba dos trenzas pequeñas sobre la frente y él una camiseta de Queen. Entonces tenían ocho años. La madre sabía de los progresos de Manuel por teléfono y en persona, porque vino más de una vez a verle a Madrid, incluso comía una vez por visita con los padres de él.

Un día Manuel vio a un hombre de pelo muy chillón y rizado, naranja como el de su amiga desaparecida, en el supermercado del barrio. Era el encargado, llevaba muchas llaves colgando del cinturón y sonreía a destajo a las empleadas, a clientes y clientas. La jovialidad del encargado, el color de sus gestos, algo en él imposible de reproducir al instante, devolvió a Manuel a su nave rápidamente, en busca de la cámara.

A partir de entonces, se hizo amigo del encargado con entradas de fútbol, cañas y videojuegos, le fue contando poco a poco la historia entre él y Estela, y comenzó con su permiso un proyecto al que llamó “Estela y el mundo” con el encargado de protagonista, romántico en los momentos más prosaicos del supermercado, enérgico en silencios y sus risas, cronológicamente medido de tal modo que el protagonista, al igual que el césped de sus creaciones, crecía en textura y atractivo fantasmagórico, triste solo en un par de segundos, y vuelta a la sonrisa y el pelo, fugaz, intenso y vivo, sobretodo muy vivo.

Junto a una instalación a base de juncos rojos y verdes que simbolizaba el amor entre los dos, sobre un círculo de césped blanco, puro y virgen, el vídeo de “Estela y el tiempo” fue comprado por un conocido museo del este londinense. Los padres de Manuel conocieron la capital inglesa en la inauguración, meses después, de una exposición de su hijo en la galería Fridge. Hoy, Manuel se hace llamar artísticamente Ginger Gipsy, y comparte loft con un compañero, Herbert, con el que se casó en estricta intimidad. Llevaba una hermosa trenza de su pelo negro, vestía deslumbrante un traje gris y una camisa color perla, con corbata azul, a juego con sus ojos.

Han pasado lustros y décadas, y Ginger lleva siempre consigo su foto con Estela. Como un talismán, como un recuerdo de todo lo pequeño y lo grande que fue y puede ser, como el primer signo de convicción hacia sí mismo y, sobretodo, como recuerdo de su suerte, que supo aprovechar para crecer más allá de lo que nadie pudiera imaginar.

Pd.- Tim y Dan, la mitad de Cut Copy, me han escrito hoy. Ya están en EEUU, pero me insisten en que nos veamos en diciembre en Australia, y vayamos juntos a conocer al ave fusil.


BURIAL:  'STREET HALO' (Hyperdub 2011)


jueves, 24 de marzo de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.

                                       
CUT COPY Y LA SELECCIÓN NATURAL

Martes. Quinto día inmóvil. Cielos grises regados a ratos de claros y sol. Día mundial del agua, una celebración marginal en comparación con las mediáticas Sida, Halloween, San Valentín e Inocentes. Me he levantado con un tremendo dolor de cabeza y el habitual del pie debido a que no duermo bien. Cada movimiento es una alarma, una batalla contra el elemento, “la obra del Escorial”, que lo llama mi amiga Laura, así es que he pasado el día chuzándome a calmantes, sin poder escribir.

Miércoles. No sé qué se celebra hoy pero llueve a mares. Quinta jornada de la intervención de la coalición en Libia, 250.000 japoneses evacuados de Fukushima y despedida a Liz Taylor. Temperatura primaveral, eso sí.

Hay gente que, a pesar de la humedad, atraviesa el parque. Sobretodo los turistas, que triunfan en mi recuento de transeúntes habituales. La mayoría proceden de la tierra de Obama. Los identifico por las gorras, los pantalones caídos, el pelo extra lacio y rubio, las cazadoras sport, las deportivas último modelo, las camisetas de excelente algodón, y, sobretodo, por su corpulencia. No parecen llevar ni pistolas ni rifles, lo que me decepciona.

Justo a estas horas, entre las dos y las cinco de la tarde, comienza el desfile mayor. He comprobado que es entonces cuando la escalera y el asfalto ganan en tráfico. Enternece ver a un abuelo de la mano de su nieta. Se repiten las venidas de mochileros de instituto. También veo algunos campistas vagabundos, procedentes del refugio municipal del parque, con su saco de dormir y la casa a cuestas en el hombro. Hay concierto de cláxones en el semáforo. Madres, padres e internas de regreso del colegio, y poco más. La noche, anaranjada por la luz de las farolas, es para los corredores, los paseadores de perros y los oficinistas.

A eso de las seis ha aparecido una muchacha de pelo largísimo, latina, parada más de una hora en uno de los descansillos de la escalera, mirando al frente, hacia el tráfico de coches. Pensaba que estaba esperando a que su mascota defecara y olfateara. Sin embargo, ha bajado de nuevo al primer escalón para encontrarse con un amante o novio, también latino. Han aparcado otra hora más en el descansillo, frente a mi, a ratos hablando, otros regalándose besos y arrumacos. Entonces tres gitanos del Este o tres kurdos, no he sabido distinguir muy bien, se han sentado frente a ellos, en una ladera bajo un pino, a beber vino de Tetra brick, fumar y charlar. Llevaban también la casa a cuestas, incluido un edredón. Uno de ellos ha meado el vino tras un arbusto antes de irse.

Todo esto ocurrió ayer. Contemplaba estas escenas, con mi cabeza embotada, delirando con que era yo la que expulsaba el chorro de vino sobre el yeso entero del  peroné, cuando sonó el móvil. La línea venía de lejos, noté un extraño retardo al inicio de la conversación, estilo comunicación transoceánica. “Hello?...¿Hola?”, resultó ser Tim desde un móvil australiano. Le conozco de mi viaje surfero por el mundo, poco antes de que él se hiciera famoso como guitarrista y yo me rompiera este peroné. “Estoy en Madrid, hemos acabado la prueba de sonido”, me dijo. ¿Dónde estás? How´re ya?.

Le expliqué que estaba inmóvil y se vino a casa con Dan, el cantante. Trajeron un Ribera y una mix tape deliciosa a la que habían llamado ‘A tale of two journeys’. Dan finísimo y muy guapo, Tim contagiaba energía, como siempre. Por un instante, al sentarse, pensé que era gracioso que la mitad de Cut Copy estuviera en mi salón, frente al Cuartel de la montaña, recordando viejos tiempos anónimos, cuando me engancharon a su juego favorito, el Scrabble, en tierra de canguros.

Venían de Oporto y tocaban en la ciudad, a unos metros de aquí. Hablamos de Sonic Youth y de los pastelitos de Belem, que Tim adoraba. Les conté lo de los Kurdos o los rumanos. Tras una rápida puesta al día sobre lo que era el Cuartel de la montaña – les apasionó la historia de los fusilamientos napoleónicos-, mi enamoramiento platónico del cantante de Wild Beasts – que les hizo reír a carcajadas -, sus éxitos musicales, nuestras noches sin dormir, y una estúpida exhibición de mi manejo a las muletas, los tres nos quedamos perplejos ante el televisor cuando vimos aparecer un ave fusil. “¡Creo que es australiana!”, comentó Dan.

Fue el inicio de una escena inolvidable. Tim, Dan y yo pasmados ante el despliegue amoroso del ave fusil, de garganta celeste, plumaje negro caoba abriéndose de arriba a abajo como el abanico de Carmen, la de Merimé, y el balanceo de cabeza de un lado a otro, con precisa excitación, a lo Travolta. A partir de entonces, el Ribera nos supo a calor húmedo, a olas del Pacífico y jamón ibérico, a una tarde entre arbustos secos y a amor. “Me encanta el vino español”, soltó Dan. A mi también, y mucho. “Por eso vivo en España”, contesté.

Tim se sentaba a mi derecha, en un esquina del sofá, mientras que Dan observaba atento desde un sillón a la izquierda. Todos nos inclinábamos cada vez más hacia el televisor, ganando emoción ante el baile del pájaro. Los esfuerzos del Ave Fúsil en la rama de un árbol, con las patas danzantes de un lado al otro del tronco, delante de la pájara a la que quería seducir, culminaron en alucinación sexual para los tres. En un segundo, nuestros ojos apreciaron un movimiento inesperado de sus alas negras que logró envolver a la dama, tapando todo lo que acontecía entre ellos, transformando la apariencia en una bola de seda oscura, para ejercitar la copulación automática y un canto agudo final del ave macho, tan glorioso, que arrancó nuestros aplausos entusiastas. Tanto nos gustó, que Dan y Tim pensaron en alto una banda sonora inspirada en esta técnica amatoria.

Iros ya a hacer lo que sabéis, les dije. En el fondo traeréis a todos locos esta noche con vuestro pop de color y sintetizador, no os diferenciáis tanto, reí. Todo arte, luz y magia…sois los ases del baile cortesano de discoteca. Triunfaréis, como siempre, concluí. Sonrieron, y se quedaron media hora más. El documental aún no había terminado.

Tras el Ave Fusil conocimos a unos monos vegetarianos llamados geladas que prometían ser otra revelación en cuestiones de selección natural. El gelada es un mono gigante, cuyo pelamen en tonos marrón ya quisiera para sí la Carbonero, que vive en Etiopía y muestra cuello y pecho completamente pelados, como en carne viva. Cada macho custodia a varias hembras, las peina, alimenta, echa polvos y (lo más importante para ellas) mima a los pequeños gelados de maravilla. A Cut copy se le empezaba a hacer tarde para el recital, así que les dije cómo hacerse unos bocatas en la cocina y que, de paso, me trajeran otro. No había quien se moviera, expectantes ante la compleja vida del gelado macho, constantemente amenazado por el grupo de gelados solteros, desafiantes día tras día, ansiosos por robarle el puesto al asentado. Garras, colmillos como cuchillos, y zarpazos al contrincante, el gelado que ose perder una riña, demostrando menor fortaleza, es inmediatamente abandonado por el harén femenino. Y así, día tras día. Consecuentemente, el documental nos presentó a uno de esos solitarios monos tras haberlo perdido todo, y nos dio una pena espantosa. El rojo carne cruda de su pecho estaba apagado, seco, sin vida. Su mirada ennegrecida, vieja.

Tim nos sirvió la última copa de vino, agradeciendo pertenecer a la raza humana, pero temeroso ante la visión del próximo espanto animal.

A continuación, supimos el por qué de tanta lucha. En esta naturaleza cruel la mujeres deciden. Las hembras reptil, por ejemplo, eligen, según qué macho, el semen que las fecunda. Tras la penetración de uno de los dos hemipenes del varón, ellas aprueban si su semen es válido dependiendo del vigor y fuerza del individuo: si les gusta, se fecundan ellas mismas, si no, expulsan el semen. En el caso del pato las cosas se complican un tanto. El pene es una espiral rugosa de textura indescriptible cuyo diseño se basa en el esfuerzo cotidiano de intentar encajar en el hueco caprichoso interno de cada hembra. Estos casos en los que la hembra se lo pone difícil al macho se conocen en el argot científico como “elección críptica”. Vamos, que hay que trabajárselo mucho para concebir en el mundo animal.

Ni Tim, ni Dan, ni servidora dábamos crédito. A veces nos repugnaban ciertas imágenes, otras nos reíamos, algunas casi llorábamos. Dan llevaba una cadena muy fina al cuello, por encima de una camisa beige, que no paraba de chupar y morder. Tim escondía la cabeza bajo un flequillo negro, algo grasiento, muy propio de estrellas del pop actual. También agitaba la pierna nervioso. Mi pierna seguía quieta y dura, cómo no. En cambio, fumé muchísimo durante el documental.

El relato televisivo acabó con varios ejemplos de otros bichos comunes, como la mariposa, la golondrina o el pavo real, y sus alardes escénicos, tanto de movimiento, color o plumaje, para atraer la atención de las hembras de la especie. Lo que ninguno de los tres supimos anticipar es que estos gestos son también llamativos para los depredadores. En un momento de gloria y despliegue de un pavo real saltamos por los aires al comprobar cómo un leopardo se lo zampaba. El exhibicionismo conlleva sus riesgos. Nos miramos y Tim exclamó: “me pregunto cuántos animales macho habrán muerto sólo por intentar follar”.

Quedaba apenas una hora para su concierto y Dan hablaba por el móvil, con ese acento tan rugoso y hueco propio de los australianos, para que su Road manager viniera a buscarles en la furgoneta. No es que los fans de Cut Copy se comporten salvajemente, pero ninguno de los dos quería entrar tan tarde y por su propio pie en la sala del concierto. Mientras esperábamos, y para rebajar el ambiente hormonado del salón, nos hicimos una foto que salió borrosa. Una pena porque Tim y yo pusimos cara y garras de leones. También buscamos un rotulador para que me firmaran la escayola, pero no encontramos ninguno. Finalmente, y como colofón a una tarde de sudor, lágrimas y risas, Dan (qué mono) me ayudó a colocarme en la silla de ruedas. Coreamos el estribillo de uno de sus temas más bailables mientras hacían girar mi silla cuando sonó el telefonillo.

Muchas gracias por la visita a los dos. Nos vemos pronto, comenté convencida. Quizás coincidamos en Nueva York. “Si vienes a Australia podrías conocer al ave fusil”, dijo Tim. Sí, apuntó Dan, deberíamos verlo en directo. “Hoy voy a romper la guitarra a arañazos y vueltas”, soltó Tim. Yo creo que acabaré cantando mucho más agudo, lamentó Dan. “El público lo agradecerá”, sugerí. Y tras unos besos en la mejilla, se metieron contentos y deprisa en el ascensor, con destino a este reino cálido y más seguro que es el de los humanos.

APAREAMIENTO AVE FÚSIL MUSICADO


MiX TAPE 'A TALE OF TWO JOURNEYS'- CUT COPY

LA VENTANA INDISCRETA. CRÓNICAS TRAS UN PERONÉ ROTO.

21 DE MARZO 2011
                                        
RÓMPANSE Y DISFRUTEN

Día mundial de la poesía y uno de esta primavera, segunda jornada de nuestra guerra en Libia, primer lunes con la pierna escayolada e inicio de un diario al que he decidido llamar ‘La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto’. El título tiene su justificación en el hecho de que, lejos de dar pie al lamento, hay en este reposo una oportunidad idéntica a la del personaje de James Stewart para la observación y la creación, superada en este caso con ventajas como dos ordenadores y dos teléfonos móviles con cámara de fotos, una televisión, un iPod, Internet, varias radios y este teclado para registrar lo que se me ocurra.

A pesar de estar encerrada y prácticamente inmóvil, me encuentro a espaldas del centro urbano y, como en la película, frente a un gran ventanal. Delante de él escribo y pienso que esta suerte de ver sin ser visto, de escucharse a uno mismo, incluso de sentir moverse el eje de la tierra sin caerse, debería ofrecerse al menos una vez en la vida a todo el mundo, sin distinciones de clase, color, ingresos o género. Desde la convalecencia, mi imaginación se nutre a pasos agigantados, veo más colores, personifico objetos, huelo como el que deja de fumar, saboreo las horas y los minutos plenamente, aspiro la belleza, y doy vida a ideas antes muertas. Así que, realmente, y no es broma, siento como si me hubiera tocado toda una fortuna en la lotería del tiempo y el premio a la serie del reposo en la gran ciudad.

Qué injusto, ¿verdad?. Una ocasión de estas características tendría que gestionarse desde el verdadero Ministerio de la Igualdad o uno nuevo, llamémosle del Bienestar, dedicado íntegramente a otorgar un respiro al pueblo, hoy más que nunca acostumbrado a jadear humos y comer nervio en un mundo hecho para perder el tiempo de una manera mucho más dolorosa que la rotura de un simple hueso. ¿No es increíble?. Un hueso roto se coloca solo sin mover un dedo y mientras uno toma Nolotiles a destajo. Y aunque las drogas, benditas sean, pueden pensarse útiles para todo tipo de dolores, aún no se ha inventado artefacto que ayude a la marcha atrás, que logre devolver momentos o estados a su posición original, vitalmente hablando. Por eso, y con subvención pública, recomiendo que se rompan algo y disfruten. Es la única manera de cuidarse de verdad sin exponerse a los avatares de la economía, la familia, los amores difíciles o, simplemente, las irregularidades del asfalto. Ni un secuestro, ni la cárcel siquiera, garantizan tanta productividad en asueto. 

Una vez en posición impune y de aislamiento, que cada uno haga lo que le venga en gana, ya sea mirar metiendo el dedo en la llaga ajena, soñar despierto sin interrupciones, escuchar nuevos discos retrasados, verse la serie entera de ‘Pelotas’ y, de paso, echar una ojeada a ‘Así habló Zaratustra’, o escribirse un poemario inspirado en ese amor de adolescencia mientras se estudia el manual del Photoshop.

En mi caso, y en el del novio ficticio de Grace Kelly, este punto y aparte lo dedico a buscar un asesinato, un escenario sucio o quizás romántico, una pequeña historia de cualquier edad u esquema lógico de lo cotidiano que dote de sentido a mi postura diaria frente a la ventana.

La visión más intrigante consiste en unas escaleras de paredes de cantos alineados, rodeadas de pinos, palmitos, césped y arbustos, con una sola farola, que invitan a alejarse del intenso tráfico a sus pies y meterse como en un cuento bien pintado en el escenario de algo nuevo o inesperado. En breve se hará de noche y la farola teñirá de un naranja tradicional a los que vienen y van por los peldaños. No sé los demás, pero yo hacía tiempo que no veía en Madrid farolas anaranjadas. Hay varias de ellas al término de la escalera que parecen un sistema planetario de por sí, luces de un teatro nocturno fuera de lo común. Los actores a esta horas suelen ser corredores, paseadores de perros, parejas adolescentes pringadas de verde, u oficinistas. En cambio, si hace sol y es domingo, como ayer, soy testigo de un tránsito harto predecible, familias, parejas, corredores y más familias. Nada inusual.

En cierto modo, y aunque no quiero dar más detalles, siento que debo explicar dónde estoy exactamente. Mi peculiar paraíso tiene su verde en el moderno Parque del Oeste, a la falda del Templo de Debod, en el lado oriental del antes célebre Cuartel de la montaña o montaña de Príncipe Pío, símbolo del tormento, un auténtico punto y aparte lleno de sueños quebrados. Fusilamientos goyescos del 1808, sublevados del 36 asediados y muertos. Hoy las luces naranjas son quizás espíritus candentes, velas altivas sobre el paso del tiempo. Bajo ellas, o bajo la luz del día, espero algún acontecimiento actual, por pequeño que sea, que pueda disparar el zoom de cualquiera de mis cámaras, a pesar de la guerra, a pesar de la poesía, que me distraiga y abra una nueva página, quizás púrpura, roja o incluso negra. Nada de tonos pastel, porque me aburren.

A día de hoy, lo más atractivo de la escalera ha sido el descanso de cuatro poligoneros, vestidos de uniforme de jardines, a los que atribuía en principio alguna gamberrada mayor. Después la chica de pelo negro largo que ha pasado más de tres cuartos de hora a la espera, sentada en un lateral, justo al atardecer. Y, en tercer lugar, un constante fluir de turistas, mapa en mano, con casi el mismo tiempo libre que yo, procedentes de un camino de estatuas quijotescas y egipcias, desembocando en el semáforo de debajo de mi balcón, precisamente fuera de plano.

Mientras toda esta gente circulaba, he escuchado a Toro Y Moi, James Blake y, de nuevo, a Wild Beasts. El ‘Smother’ de estos últimos me parece ideal para una riña de celos en el parque, un encuentro furtivo homosexual entre arbustos, o quizás un beso desesperado de despedida. También me sirven de banda sonora para recordar a alguien a quien has querido mucho, a quien anhelas, o a algo que quieres olvidar bajo la luz de las farolas naranjas, con todo el peso del yeso, y a pesar de la primavera.

No volvamos a ese punto de no retorno, no quiero quedarme en suspensivos que derivan solo en suspenso. Suspense y emoción me bastan, estas páginas me cunden, un ratito de Belén Esteban también vale, unos párrafos de ‘Los detectives salvajes’ mejor imposible. Las llamadas de amigos se agradecen, aquí en la reclusión perfecta. En todo caso mi situación podría mejorar el día en el que, como en el film, tenga unos prismáticos e incluso mi propia silla de ruedas. Entonces podré pedir que me empujen fuera, a una inspección del territorio en cuestión, a la caza de pistas. De momento, y con la esperanza de tener algo mejor que contar, me voy en muletas a la cama, donde sé que volveré a dar muchas y pesadas vueltas sobre mi parte más dura y rota, con horas de sobra para que vuelva lentamente a su sitio.