lunes, 28 de marzo de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.

HUMEDADES

Comienzo con las trampas. Llevo once días con la escayola y en reposo pero haciendo caso omiso de alguna de las recomendaciones médicas. Para empezar, porque apoyo el talón al comer y cuando hago pis (siendo mujer es imposible, además de ridículo, mear con la pierna derecha estirada y sin tocar el suelo). Voy a la cocina o al baño en silla de ruedas, y una vez dentro, ando a la pata coja. También bailo. Para rematar, evito sobresaltos nocturnos con un Orfidal y el Nolotil, y no sé muy bien si posiciono la pierna como es debido al dormir. Tampoco recuerdo sueño alguno, aunque sí me noto el cutis relajado, escasas ojeras y una colección de canas curiosa - unas rizadas y muy rebeldes, otras bastante puntiagudas, en direcciones dispares – cuando me peino, de nuevo a la pata coja, frente al espejo.

Hoy es Lunes. Un día de cielo mayoritariamente gris, lunes cubierto de gloria a pesar de la resaca de lamentos. En Japón, por mencionar números y no tragedias, van por los 11.104 muertos y 17.339 desaparecidos. Dudo sobre qué es peor, si que te den por muerto o por desaparecido. Lo de Libia es de toma y tomo, una batalla aérea, terrestre y marítima en tablas. Aún no sabemos con precisión cuánto tardará la fuerza del Tomahawk en transformar Trípoli. Alonso quedó el domingo cuarto en la carrera de Melbourne, la primera de la F1. Lo más gracioso: Zapatero se rodeó el sábado de una oligarquía empresarial formada por 43 hombres y una mujer para buscar soluciones a parados, desahuciados e investigadores. Por lo que he leído, se expresaron numerosas generalidades en presencia de los tirantes rojos de Botín, quizás el detalle más destacado de la reunión. Rajoy contraataca hoy con un encuentro con Pymes, lo que confirma que vivimos sin certezas, acostumbrándonos progresivamente a esta moda de gobiernos suflé en los que la levadura hace más que el huevo, en los que se escribe nuestra historia a golpe de titular. Nuestro bienestar está en manos de circenses errantes, plumas afiladas a la espera de explotar, revoluciones orquestadas, tirantes de colores y ejecutivos sobrepagados. Mientras todo esto pasa, y en ausencia de fantasías o sueños, hoy he resuelto entregarme a éxitos de The Cure y Burial.

Sigo observando de frente el Cuartel de la montaña. Tras varios días mirando sin ser vista, me doy cuenta de que cada parque madrileño posee su propio carácter. El mío es cotidiano, irregular en sus formas, pero muy urbano. Los fines de semana hay botellón, y a diario vagabundos, colegiales, jubilados, oficinistas, corredores, paseadores de perros, turistas y adolescentes. A eso de las 11, de lunes a viernes, me alegra ver a los poligoneros de siempre uniformados. Aquí echo de menos unos prismáticos: ellos comen su bocadillo en los peldaños de la escalera, vestidos de chándal y una cazadora igual para todos, azul oscura, con algún logotipo que no alcanzo a descifrar. Me gustaría saber qué hacen y de dónde vienen, si el fin de semana les fue bien o mal, si tienen novia o rollos, si se drogan mucho o nada, si vienen de un centro de menores y cuáles son sus ilusiones. De momento, sospecho que están castigados a arreglar de algún modo el parque, plantando arbustos, podando pequeñas ramas, o cambiando bombillas a las farolas. En definitiva, a contribuir y, de algún modo, calmarse.

En lo que llevo de jornada, además de los chavales, ha bajado la escalera una mujer muy rara, menuda, con el pelo totalmente amarillo y redondo, muy inflado. Realmente parecía soportar sobre el cuero cabelludo una coliflor con la raya en medio. También veo tambalearse a algún pobre, inmigrante, arrastrando bolsas con todas sus pertenencias, mareado por el hambre, esperando a ser de nuevo un ser sólido. Me ha recordado una entrevista a Punset en la que decía una verdad por todos ya conocida: “la gente tiene una capacidad increíble para hacerse infeliz”.

Sí, Punset tiene razón, pero no detalla. No explica que muchas de nuestras frustraciones, causadas por motivos exógenos, pueden ser grandiosas, tan palpables y evidentes, y tan numerosas, que sumadas forman la gran decepción. Desengaño en el amor, desilusión sexual, desencanto laboral, y contrariedad en la amistad o la familia, pueden llevar a la desidia vital, según el grado de satisfacción o delirio. Con tanta polución alrededor, uno debe hacerse fuerte y resistir, buscar y cazar el momento, tan inteligentemente que es lógico que muchos frenen y engorden, o callen. Existen parches, mejores o peores, que disfrazan o estimulan al hombre actual, hay pequeños progresos o caídas que marcan el total. Zonas húmedas, aun permeables, y áreas secas, podridas, que no deben contagiar el resto. En esas mejoras o errores reside el sirope de la cuestión, nada banal ni fácil, a lo que, además, hay que añadir el factor suerte, tan decisivo.

Yo, por ejemplo, tengo mis trucos. Mis emociones controladas y las que no. Las buenas y las catastróficas. Las que atraen buena fortuna o las que me hunden en una cadena de acciones incomprensiblemente malignas. Pasa el tiempo y uno se va conociendo mejor a si mismo y a los demás. ¿Algunos de ellos?. Evito el soliloquio amoroso, el empeño exacerbado por aceptar lo inaceptable en otra persona, solo por huir de la soledad; hago deporte y, mientras sudo, descargo contra los prejuicios, la rabia y la impotencia; repudio el sexo fácil, cuanto más complicado, más gozoso; no llevo nunca paraguas, tampoco kleenex; utilizo las redes sociales, no dejo que ellas me utilicen a mi; cuido a amigos o conocidos más que a familiares despóticos o cobardes; como de todo, sobretodo vegetales y pescado, pero también dulces; evito el abuso de alcohol y a los colegas sobreexcitados; uso cremas y pintalabios caros; paso de móviles de última tecnología y no pago ningún coche; me doy largos paseos por donde pueda, ya sea Berlín o Toledo; voy a misa para compensar el discurso deshumanizante de la tele y la calle; siempre tengo un clásico literario entre manos, y las orejas bien abiertas ante Madonna, James Murphy o Bach, me da igual. Por último, y no por ello menos trascendental, huyo del ideal totalitarista de figurar en el trabajo, evitando por completo este  pensamiento tan común de que la esencia de la persona depende del todo de su posición laboral. En cuestiones profesionales se hace impredecible lo que pueda pasarte. Además, me parece muy aburrido.

En general, para ayudarme suelo utilizar el método de la escala. Me calibro lo mejor que puedo, me mido, como cuando eres pequeño, y comparo mi progreso con el paso de los años. En la vida, al contrario que con los huesos rotos, puedes menguar o crecer. Así, yo establezco mis cálculos ocasionalmente: en la cama puedo hacer tanto, con mi cuerpo puedo hacer lo otro, con la mente puedo llegar hasta aquí, y en el amor hasta allá. Después compruebo cuánto de mi doy y me quitan en cada actividad, y sopeso si merece la pena o hay que intervenir. De este modo se toman decisiones algo más tranquilas y a largo plazo, totalmente libres. Por supuesto, de nuevo el factor suerte y, aquí más que nunca, el factor paciencia, juegan un papel determinante. Lo que no debe faltar jamás es una gran dosis de valentía y amor por el riesgo. Digamos que es como el Cola Cao de la vida.

Estoy abierta a sorpresas de todo tipo, las buenas e incluso las malas. Hoy mismo me emocionó la idea de un conocido al que admiro de lejos y con el que he tenido un contacto puntual. Mi visión borrosa de su persona puede eclipsar el método, pero de momento me dejo llevar por lo inesperado. Sus manos, firmes y gruesas, lo que piensa y cómo lo transmite, la escala a la que obedece, más amplia que la mía, atrae toda mi intriga. No puedo contar más detalles, pero he ahí la salsa del asado. De la intriga puede salir, como un conejo de una chistera, amor y compenetración, música celestial y colores que tiñen cada grano de arena que pisemos. Nunca es tarde para ampliar la estatura.

Si, después de profundizar, uno se encuentra con un amor no correspondido, con que el objeto de tu deseo es manco y tuerto de emociones, es gay y tú no, no te entiende o ama a otra persona, o simplemente desparece y no lo vuelves a ver, puede que la medida finalmente crezca un tanto menos, pero quizás abarque detalles antes desconocidos para ti.

Al hilo de lo anterior he recordado una bella historia. Tengo un amigo artista de éxito, que tiempo atrás sollozaba ante la idea de pasarse su vida como teleoperador de telefonía móvil. Eran los tiempos de la inminente popularización del aparato, y el pobre se dedicaba a vender productos a amas de casa, jubilados o estudiantes por teléfono. Por las mañanas, empapado de ilusión y riqueza creativa, aprendía a manejar programas informáticos para digitalizar sus creaciones, hacía piezas en las que el césped hablaba y se transformaba en personajes con un mensaje, según tonalidades. Usaba también riegos llenos de palabras y símbolos originales, versos prestados e imágenes de telediario. En definitiva, su obsesión más brillante eran las construcciones con un principio y fin, contrarias a lo conceptual. Las piezas sobrepasaban la fusión del blanco y negro, eran producto de orgánica y robótica, y expresaban de un modo barroco y preciosista mundos antes inimaginables.

Era hijo de un gitano y una paya. Se había criado entre la calle y el portal de una casa en las afueras de las afueras. Al principio, pasó su infancia en una casa pequeña, llena de chatarra, sin calefacción. Su padre, vendedor callejero, y su madre, limpiadora del hogar, lograron mudarse a un piso regalado por el ayuntamiento. Tenía una hermana, ya madre y esposa de raza, que dejó el colegio cuando se quedó embarazada del guapo de la barriada.

Manuel tenía los ojos azules y una cicatriz en la cara de haberse caído por un pozo cuando pequeño. Era muy delgado, ágil, inquieto, y raro por inteligente. Cuando se mudaron al piso, en el colegio nuevo le tomó cariño una niña, Estela, de madre soltera y pelo anaranjado brillante. La mamá de Estela fue de las primeras videoartistas conocidas en España. Manuel gozaba en casa de Estela comiendo bocatas de Nocilla tras el colegio, jugando a Garfio y Peter Pan, y viendo cómo la madre preparaba esos raros videos. Procuraba no llegar muy tarde a casa, porque aquella amistad llamaba en exceso la atención a sus padres, limitados por el desconocimiento y sorprendidos ante el inusual color de pelo de la niña.

Sin pecas y blanquita como la luna, Estela desapareció un sábado en el que fue a comprar una barra de pan por encargo de su madre. La tienda no estaba tan lejos, pero ella nunca regresó. Manuel se enteró al lunes siguiente en clase. Desesperado, avisó a sus padres, la buscó por los rincones del barrio, aquellos entre callejones y naves industriales, allí donde Estela le podía decir lo que quisiera. Allí podía pedirle cualquier cosa, por muy rara que fuera, ya que Manuel solo quería complacerla, abrazarla, que fijara sus ojos en él sin pausa. No la encontró. Mala suerte.

“Queridos niños, hoy hace un año de la desaparición de vuestra compañera de clase, Estela Márquez. Esta tarde celebraremos una  misa en la parroquia de Santa Úrsula, en la plaza del mercado. Os esperamos” - dijo su tutora aquel curso, 365 días después de una frustrada búsqueda. Manuel estuvo todo ese tiempo recorriendo el barrio y más allá del mismo, esperando saber cómo volver a verla, reír junto a ella, saltar y correr sin miedo como cuando la veía llegar cada mañana, hacerle trenzas en el descampado o jugar en su cuarto. En vano, el tiempo pasó, su hermana se quedó embarazada, el padre y la madre vendieron la furgoneta, él estudió F.P., y jamás volvió a tocar el pelo vibrante y suave de Estela.

Sin embargo, las visitas a la madre de la niña, ahora casada con un periodista,  sí fueron regulares. Ella le dio durante muchas tardes más bocatas de Nocilla, le enseñaba sus creaciones, e incluso le hizo protagonista de una de ellas junto a una representación de una princesa de rojo. También le dejaba dormir y le leía en la cama de Estela, le abrazaba y cantaban la canción favorita de la niña, ‘Me colé en tu fiesta’, de Mecano, salían de paseo o a por materiales para la artista, y, una vez, ya con permiso de sus padres, Manuel viajó a París con ella y su marido. Ambos se mudaron después de aquel viaje a otra ciudad y Manuel creció acompañado siempre de inolvidables escenas junto a Estela y su madre.

Nunca llegaron a perder contacto del todo. Manuel se independizó trabajando de teleoperador por las mañanas, pagándose una nave industrial en la que dormir y crear. Sobre la pared de la entrada, colgaba una foto de Estela y él abrazados por los hombros en el parque del barrio. Ella llevaba dos trenzas pequeñas sobre la frente y él una camiseta de Queen. Entonces tenían ocho años. La madre sabía de los progresos de Manuel por teléfono y en persona, porque vino más de una vez a verle a Madrid, incluso comía una vez por visita con los padres de él.

Un día Manuel vio a un hombre de pelo muy chillón y rizado, naranja como el de su amiga desaparecida, en el supermercado del barrio. Era el encargado, llevaba muchas llaves colgando del cinturón y sonreía a destajo a las empleadas, a clientes y clientas. La jovialidad del encargado, el color de sus gestos, algo en él imposible de reproducir al instante, devolvió a Manuel a su nave rápidamente, en busca de la cámara.

A partir de entonces, se hizo amigo del encargado con entradas de fútbol, cañas y videojuegos, le fue contando poco a poco la historia entre él y Estela, y comenzó con su permiso un proyecto al que llamó “Estela y el mundo” con el encargado de protagonista, romántico en los momentos más prosaicos del supermercado, enérgico en silencios y sus risas, cronológicamente medido de tal modo que el protagonista, al igual que el césped de sus creaciones, crecía en textura y atractivo fantasmagórico, triste solo en un par de segundos, y vuelta a la sonrisa y el pelo, fugaz, intenso y vivo, sobretodo muy vivo.

Junto a una instalación a base de juncos rojos y verdes que simbolizaba el amor entre los dos, sobre un círculo de césped blanco, puro y virgen, el vídeo de “Estela y el tiempo” fue comprado por un conocido museo del este londinense. Los padres de Manuel conocieron la capital inglesa en la inauguración, meses después, de una exposición de su hijo en la galería Fridge. Hoy, Manuel se hace llamar artísticamente Ginger Gipsy, y comparte loft con un compañero, Herbert, con el que se casó en estricta intimidad. Llevaba una hermosa trenza de su pelo negro, vestía deslumbrante un traje gris y una camisa color perla, con corbata azul, a juego con sus ojos.

Han pasado lustros y décadas, y Ginger lleva siempre consigo su foto con Estela. Como un talismán, como un recuerdo de todo lo pequeño y lo grande que fue y puede ser, como el primer signo de convicción hacia sí mismo y, sobretodo, como recuerdo de su suerte, que supo aprovechar para crecer más allá de lo que nadie pudiera imaginar.

Pd.- Tim y Dan, la mitad de Cut Copy, me han escrito hoy. Ya están en EEUU, pero me insisten en que nos veamos en diciembre en Australia, y vayamos juntos a conocer al ave fusil.


BURIAL:  'STREET HALO' (Hyperdub 2011)


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