martes, 5 de abril de 2011

La ventana indiscreta. Crónicas tras un peroné roto.

ZOMBIES

Desde que aconteció el Fool´s day, o día de los inocentes anglosajón, el pasado 1 de abril, no sé muy bien si es martes o jueves. Me cuesta discernir entre los días de la semana y se me olvidan rutinas aplicadas a alguno de ellos. Ni siquiera me acuerdo de la misa dominical con la que gusto cumplir, y de milagro renuevo la baja médica semana tras semana. Esta situación de encierro e inmovilidad está alterando mi plan de acción doméstico. Ahora siento cómo si el orden de tareas y prioridades que ideé desde la rotura dependieran en gran parte de la incertidumbre y el desconcierto.

Hay un antes y un después en esta alteración. La semana pasada acudí a mi primera revisión de la rotura con el convencimiento de hallarme fuera de riesgo. Sin embargo, el traumatólogo insiste en recordarme que estoy bajo amenaza de intervención quirúrgica y me dice, no sin alarmante cachondeo, que va para largo. Sigo a pinchazo diario anti-trombos en la tripa, con el pie en alto, y adquiriendo un manejo de la silla de ruedas a la altura de líder paraolímpico. La nalga izquierda terminará más abultada que la derecha, puesto que para conducirme del salón a la cocina o al baño utilizo la pierna sana a modo de palanca o remo. Consecuentemente, este verano se me caerá la braga del bikini por el lado flácido, el derecho, y enseñaré un culo desnivelado gracias a un lado izquierdo firme y elocuente. De mi estado emergen novedades tan extrañas como impredecibles.

Por otro lado, y tras la marcha de Cut copy a Nueva York, he estado inmersa en la elaboración de un artículo sobre Wild beasts. Me llevó más tiempo del necesario redactar la entrevista a Hayden Thorpe, un hombre inusualmente amable al teléfono y extremadamente delicado en lo vocal, espíritu del dramático paisaje al borde con Escocia pero lo suficientemente joven como para saber trasladar sus impresiones al mundo actual. Le gusta Rimbaud, los Shelleys, el fauvismo, las tragedias clásicas, todo lo relativo al roce misterioso con la muerte o la vida. En cierto modo logró que me sintiera identificada y me he pasado los diez últimos días sin parar de escuchar el último disco, que sale a la venta en mayo y recomiendo intensamente. La mejor de las canciones clama “¿de cuántas cosas debo olvidarme? ¿de cuántas arrepentirme? ¿de cuántas acordarme? ¿a cuáles rendirme? Ya tengo demasiados enemigos…”. Lo que me da la impresión de estar escuchando a un infante narrando veteranías de vida que, sin embargo, aún se muestra servil ante la imprevisible marea de acontecimientos o decisiones futuras.

Como thorpe, tampoco yo cierro los ojos ante dramas o sorpresas. Sin embargo, el lugar al que hago frente aún no me ha ofrecido espectáculo digno de mención, ni un robo siquiera. Lo más emocionante ocurrió hace ya unas cuantas mañanas, cuando dos ciclistas trapecistas bajaron osadamente las escaleras del parque. Pensé que se caerían de tanto temblarles el manillar en el descenso por los peldaños empedrados. Culminaron el reto con maestría y sanos. Ayer, eso sí, capté a un pareja de amantes dándose el último beso entre arbustos antes de abandonar la colina, justo a salvo de ser vistos por algún conocido. Al salir del parque también desligaron sus manos. Él era mucho mayor que ella y ninguno de los dos parecía arrepentirse en absoluto de su engaño. Mientras tanto, los coches de debajo del balcón pasan el semáforo como si del circuito de Mónaco se tratara, a veces a ritmo de Camela, otras de reggeaton, u de los Rolling. Los viernes al mediodía es común el paso de un oficinista soltero que viaja con AC/DC al máximo volumen, los domingos por la mañana, en cambio, lo habitual es el techno distorsionado.

Cuánta decepción puedo contemplar desde este cómodo sofá sin ser detectada. Es en cierto modo ventajoso, pero también triste. De ahí que necesite escribir en este blog, lejos de cualquier intento de exhibicionismo, y más bien por dos razones: práctica narrativa y desahogo contemplativo. De la posición extrema de esta ventana indiscreta pueden concluirse otros estados pasivos con tintes de vouyerismo y aislacionismo. Es igual, me da la sensación, pertenecer a una mayoría de cabezas enterradas en el teclado de la Blackberry, chateando entre estaciones del Metro, como también salir un viernes a ritmo de Angus Young y regresar a casa el domingo anestesiado de realidad o pagados de nosotros mismos gracias a remedios infectos. Mirar tras un cristal, embobarse con Jorge Javier, o hacerse pasar por zombie, es lo mismo. Apartada frente al Cuartel de la Montaña me doy cuenta de la sociedad tan extremadamente absurda en la que vivimos: gadgeteada, inerte, aunque sangrante. Precisamente ahora recuerdo una cita de Oscar Wilde: “la vida lo vende todo demasiado caro, y nosotros compramos sus más mezquinos secretos a un precio monstruoso e infinito”.

Nuestro precio de venta está devaluado. En breve, ni siquiera nos quedarán las pensiones ni el paro. Nosotros mismos nos rebajamos de modo prolongado en subastas de felicidad a trocitos. Este fin de semana llamó mi atención un desfile de muertos ficticios que paseaba orgulloso por las calles de la ciudad. A mismo tiempo se armaba todo un revuelo mediático por la figura de un presidente prescindible. ¿Queremos pasar por muertos? ¿Es que queda alguien vivo?. Un acontecimiento como la renuncia electoral de Zapatero y su vanagloria escénica en los diarios demuestra una vez más que el socialismo se ha hecho el harakiri, y confirma  que el periodismo pereció hace ya tres siglos. Ambos miran hacia lados huecos, insustanciales, llenos de deslumbrante publicidad y tirantes rojos. Los demás seguimos desfilando con la sangre saliéndonos a borbotones, por desgracia.

Anoche, sin ir más lejos, me sacaron a cenar en silla de ruedas. Entramos a Bazaar, ese restaurante de amplia superficie tan de moda en Chueca donde no se permiten reservas.  Mi salida fue tan incierta como arriesgada, ya que a la puerta del restaurante se me echó encima un comensal algo tocado de vino, lo que hubiera significado una caída fatal con posible empeoramiento de mi rotura. No pasó nada. Sin embargo, y tras un esfuerzo de circo por subir las escaleras de entrada a la pata coja, un camarero de los de pantalón y camiseta negra (vestuario cosmopolita que ya resulta manido), anunció que sólo disponían de mesa para cinco en la planta de abajo. Delante de nuestras narices había tres o cuatro mesas vacías, preparadas para cuatro comensales pero con hueco para cinco. El camarero, a pesar de verme de pie a la pata coja y con el yeso hasta la rodilla, insistía en que, si queríamos sentarnos en su magníficamente moderno restaurante, sólo nos permitía comer en la planta de abajo, situada tras unas empinadas y larguísimas escaleras. “¿Pretendes en serio hacerme bajar a la pata coja pudiendo sentarnos en una de estas mesas de aquí delante, aunque estemos más justos? Solo tendrías que añadir una silla. Es muy simple”, le espeté. Finalmente logramos sentarnos en una de las mesas libres de la planta de arriba, aunque sin dar crédito a la actitud deshumanizada del local y su camarero.

Un restaurante así es como el más ruin de los banqueros, ya sea en España, en Islandia o Nueva York. Lo que manda es el dinero, la constante recarga de clientes, las mesas llenas y las cuentas boyantes. El ser humano, bípedo o impedido, nada vale ni sirve. Al final va a ser verdad el principio Hobbesiano de que somos un lobo para nosotros mismos. Hemos vendido nuestra soberanía por unos platos de carpaccio, unos gramos de sustancias o unas entradas para un Madrid-Barca. Y así hemos conseguido que sea la democracia la que esté en crisis, no la economía. ¿A qué viene tanta tinta sobre Rubalcaba o Zapatero?. En Islandia aún están intentando salvar su dignidad encarcelando a banqueros, mientras que en España la Moncloa se llena un sábado de directivos como si se tratara de una proeza gubernamental. La verdad es no sé por qué me avergüenzo de ir a misa los domingos. Al menos allí me ofrecen un discurso humanizante, gratuito y coherente.

Al inicio de este diario recomendaba se rompieran algo los lectores, pero ahora exhorto a una acción simultánea de roturas de peroné en el mundo entero. Una especie de flashmob dramática tras la que políticos, banqueros y restaurantes se queden sin bípedos y con las manos vacías. Este tiempo colectivo de relax y huelga forzada no sólo nos hará más humanos, sino que incluso podría devolvernos a la lectura y a la reflexión necesarias mientras asimos la sartén por su mango. No habrá nada de lo que arrepentirse, ni recordar, ni tampoco rendiciones al engrose de los beneficios de otros mientras lamentamos la reducción de los nuestros. Una acción de este tipo podría ser el inicio de una era ilustre donde trabajar en nuestro propio favor, olvidándonos de todo aquello que nos convierte día a día en nuestros propios enemigos.


Reportaje "¡Indignaos!", de Informe Semanal, con los pensadores Hessel, Sampedro o Marina.






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