Morodo, el otorrino y el Reino de los cielos
Hace un par de semanas, bajo el título de “Dios murió bailando” - plagiado de un foro de condolencias entre fans de Michael Jackson -, establecí un paralelismo entre la adoración de los seguidores a la cruz que subía de noche el parque del Cuartel de la montaña y la que alimenta a los ídolos musicales. La idea vino de un comentario que comparaba al desgraciado cantante de ‘Thriller’ con el dios cristiano mediante la siguiente afirmación: “tu Dios murió en la cruz, el mío bailando”. Entonces prometí una continuidad al relato desvistiendo a otro símbolo popular terrenal. A pesar de que no he vuelto a ver a aquellos misteriosos ritualistas del parque, hoy - mientras media ciudad respira en la montaña, pasea en camiseta por el borde del mar o se va de compras por Europa - llega el turno de un ídolo al que conocí fuera de contexto, inmerso en la cotidianeidad común.
Supongo que si uno tiene 18 años en la España de hoy y anda explorando por la barriada lo que significa finalmente su recién adquirida libertad, le viene ni que al pelo algún villano valientemente desaliñado que se enorgullezca de patear la incertidumbre existencial animando a rimas, calimocho y spray en el ladrillo. Un tanto así me imaginaba el éxito de Morodo, vil imitador de Bob Marley en su peor día vocal, cantante al que adoran desde Murcia a Trujillo, desde Avilés a Huelva pasando por Linares o Pinto. La primera vez que escuché un tema suyo fue en el coche de tercera mano de mis primos adolescentes, mientras liaban un canuto de maría de proporciones increíblemente obscenas, de grueso y longitud olímpicas. Recuerdo que aquella noche caía uno tras otro, sin apenas freno, a veces a la par, y sin menguar. Fue entonces cuando me di cuenta del drama al que se enfrentan las nuevas generaciones: lo tienen todo y lo consumen en tiempo récord simplemente porque está ahí, al alcance.
Lo malo de tanta ingenuidad gamberra es precisamente eso, la ignorancia. Lo peor del exceso es que acarrea mortalidad. Sin embargo ni yo, ni mis primos, estamos exentos de aprendizaje. Morodo coincidió conmigo en en una clínica madrileña un simple miércoles por la mañana cuando acudía a revisión de mi pierna. Al principio llamó mi atención su aspecto: las rastas por poco barrían el suelo, casi en sintonía con su vello anal, un chándal caro pero mal llevado, grande para alguien en exceso bajito, piel morena, y cara invisible bajo una gorra veinte tallas mayor. Inicialmente, me pareció un personaje muy de cómic. Su acompañante era corpulento y con barriga, también llevaba rastas (nunca más largas que el líder) y una vestimenta a medio camino entre la propia de la Cañada Real y el Primark. Desde luego no eran asiduos a la clínica,ni personajes ordinarios. Algo se traían entre manos – pensé. A partir de ahí decidí prestar atención, pegando oreja para averiguar qué les traía allí y quiénes eran.
Tras unos veinte minutos en el pasillo de consultas, Morodo perdió la paciencia. La falta de costumbre, supongo. Caminó hacia el mostrador de recepción, pasando por detrás mía, donde educadamente inquirió cuánto tiempo le llevaría ser reconocido por un doctor. Entonces llegó el momento de la idolatría sin encanto, cuando la recepcionista preguntó lo que llevaba queriendo preguntar desde que le vio entrar: “oye, pero tú eres Morodo, ¿no?”. El paciente sonrió graciosamente, probablemente ni se imaginaba ser reconocido allí, mucho menos por una enfermera que podría ser su tía. Ella le pidió un autógrafo y el cantante se lo firmó como quien recibe una cumplido anónimo, tímidamente, sin saber realmente qué sentido tenía aquello, pero reconociendo su ventaja. La recepcionista ni siquiera fue capaz de confirmarle a quién dedicar el citado autógrafo; era una firma sin misterio.
Pasaron unos cinco minutos y tras de mí, dirigiéndose hacia el chaval, pasó una supervisora. Entonces me enteré del problema del todo lógico que le llevaba a la clínica. Morodo canta tan rasgadamente, exagera de tal modo su capacidad vocal para parecer más viejo o más grande, incluso más molesto, que necesitaba un otorrinolaringólogo de urgencias. La supervisora frustró su espera al confirmar que el otorrinolaringólogo de su seguro ya se había marchado. Impresionaba la candidez y buenas maneras con las que el cantante trataba al personal, el sosiego de su voz frente a la furia al interpretar, el estoicismo ante un contratiempo ordinario tan clave en su carrera. De inmediato, Morodo y su amigo marcharon hacia otro hospital donde encontrar un especialista.
Cuando llegué a casa leí que Morodo ha sido controvertido en muchas de sus composiciones. También conocí una nueva expresión para gays o maricas, “Battyman”, que él utiliza en sus temas y por la que el cantante ha sido tildado de homófobo. Pero mientras veo en televisión la Santa misa desde Roma, escuchando cantos celestiales y música dulce y ligera para el alma como buñuelo a la boca, encuentro las declaraciones que el rastafari emplea en su defensa: “No es la religión que yo practico, es la que tu practicas también, lo que pasa es que tú no le haces caso. Coge la Biblia y te pone “hombre con mujer, mujer con hombre” y en Jamaica no es que la religión Rastafari esté en contra de eso y vaya a quemarlo, es que en la Biblia pone eso y alguien que sea adepto y siga los mandamientos a rajatabla en su mentalidad no cabe esta opción porque él sigue unos mandamientos que están escritos”.
Lejos de cuestionar aquí el amor homosexual, hay que admitir que las declaraciones del cantante son dignas de elogio. Es admirable que, en plena conmemoración de Semana santa, periodo cumbre del relato cristiano en el que se suceden magistralmente pasión, agonía y resurrección, Morodo y Ratzinger acierten en su capacidad de reflexión. Sorprende frente a estereotipos que el primero sea tan valiente en su defensa de un credo personal contra corriente, mientras al segundo es obvio que le va en la nómina. Siempre he entendido que el discurso del líder espiritual muestre coherencia con aquello que representa, y que no hay que esperar de él cambios en las promesas a un mundo eterno. ¿No es cierto que entonces le acusaríamos de chaquetero?.
El Papa comenta en estos momentos en la televisión el significado de las celebraciones de la Última cena y la eucaristía, aprovechando para recordar certeramente de qué va su negociado, pura fé y no más: “todos debemos aceptar a Cristo como él es y no como nos gustaría” – dice. O sea, hay lentejas, si las quieres, las tomas, si no, las dejas. Entre él y el paciente Morodo lo tienen claro. ¿Y en el Reino de los cielos cómo lo llevan?. Quizás bailando alegremente a Morodo, con Marley dando botes al lado de Dios, y pasándole un canuto tan gigantesco que hoy impregna de humo el paraíso y de nubes la tierra.
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