Dentro del cristal
Son ya 28 enyesadas tardes tras el balcón que da al parque del Cuartel de la montaña para que al fin hoy, 14 de abril, onomástica del periodo republicano español, me despida de esta posición descubriendo por primera vez el interior tras el cristal.
Decía Marcel Proust que “cuando se descubre la verdadera vida de la gente, el mundo real tras el mundo aparente, encontramos sorpresas igual que si visitáramos una casa de un exterior sencillo que dentro guarda tesoros escondidos, cámaras de tortura o esqueletos”.
Dudo ahora si la escalera de piedra a través de la que estos días he observado imprudentemente a tantos personajes ha indagado también en mi reposo. Mientras florecían frutos y tallos a sus lados, cuando subían por ella los pecaminosos ritualistas con su cruz – a los que, por cierto, no he vuelto a ver -; a las once en punto de cada mañana, al tomar los poligoneros de uniforme frente a mí sus bocatas, porros y refrescos; y a la vez que los turistas bajaban plano en mano, y los amantes se despedían antes del fin de su camino, es posible que la escalera haya sido, sin darnos cuenta, más indiscreta que yo. Quizás haya iniciado con ejemplar disimulo, y gracias a su inerte forma, la construcción del relato de la vida tras el cristal del apartamento segundo B, justo frente al lugar donde nacen y mueren sus peldaños.
En su personaje de ‘La ventana indiscreta’, James Stewart cometió un fallo tan grave como para perder la vida. El fotógrafo alargaba su cuello más allá del poyete de la ventana, torcía el tronco – fibroso y esbelto en su pijama de seda - hacia la ventana, y señalaba con el dedo y con el objetivo de su cámara al asesino como si fuera invisible, creyendo – a pesar de su vulnerable situación – que al individuo a quien eligió como objetivo era incapaz de avistarle; un error tan humano y habitual que aún hoy lo seguimos cometiendo muchos. De igual modo, después de un mes de relatos e intrigas estériles, he podido pecar de ingenua y haber sido yo el objeto de observación.
Sí, puede que la escalera tenga más que contar de lo que imagino. Habrá visto frente a ella mi pierna en alto, mis ansias y dificultades físicas; es posible que incluso ya haya trazado un perfil de mi personalidad y conozca muchos de mis secretos. En la casa que habito temporalmente, habrá concluido que reinan tres mujeres a ritmos distintos. Una, la dueña, antes en vil compañía, es hoy digna ama de su independencia. Se la ve firme y organizada, segura y más feliz que nunca en su nueva soledad. Tanto ha cambiado la escena de este hogar que ahora parece ser ella el corazón capaz de acoger a peronés y almas en proceso de recuperación. Otra, una visitante puntual en las mañanas, trabaja dentro de las habitaciones y habla asiduamente por el teléfono móvil, probablemente atendiendo no sólo las tareas de casa ajena, sino también las de sus hijos y sus nietos. La vida le arrebató muy joven al padre de todos ellos, pero 30 años después se muestra ajetreada y vital; una dama que en cada uno de sus gestos demuestra resistir el paso del tiempo con feroz y envidiable optimismo.
La tercera soy yo. Confusa, quieta y nerviosa. Tras el cristal se me puede observar leer, escribir con rapidez, contorsionarme y fumar sin freno. A veces me entrego a recuerdos que me hacen llorar y reír, sobretodo al pensar en la ausencia de mi madre. Otras resoplo en el momento más álgido de sol. También me he mordido los labios con el paso de los transeúntes, y muchas mañanas he bebido demasiado café mientras pasaba el rato frente a la pantalla. De lo que más se ríe el parque es de mi adicción a Facebook y de mis aparatosas salidas en silla; también admira cómo me manejo del lado visible de la casa al más profundo de la misma usando mi pierna sana como palanca o algunos de los muebles como apoyo. A todas nos ha visto cuidar las flores, cenar juntas, gesticular sin miedo, charlar del día a día y mirar hacia su lado. De esta casa, creo que solo puede decir que hay tres mujeres, como tres escondidos secretos, que en plena primavera respiran olor y cuentan sueños sin cristal de por medio. Tres que pueden luchar orgullosas contra las roturas, los esqueletos y alguna tortura inmerecida, apoyándose en cada una o en un simple objeto. En definitiva, personas que bajo observación superaríamos la normalidad, y a las que creo que Proust no dejaría de mirar.
Dedico este pequeño homenaje a mis valientes cuidadoras y a la vida alrededor de esta ventana indiscreta antes de marcharme a otro lugar. Me despido ya del escenario de antiguas batallas y fusilamientos, hoy convertido en centro de la comodidad y la calma, del lado suroeste de la ciudad. A partir de mañana continuaré mi diario escayolado desde el refugio de mi ático. Más impunemente, desde arriba, prometo observar la cotidianeidad agitada de mi barrio, mezcla de sangres e interiores, y capturar sus secretos desde un nuevo mirador. Quizás esta vez sin ser vista...
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