EL CONSOLADOR
2011 es el año de mi virginidad adulta. He llegado a esta conclusión durante la reclusión médica, mientras sigo en las nubes detectando a la luna en distintas posturas y al sol repetirse como el ajo. En una de estas tardes contemplativas, mientras los verdejos volaban primaveralmente histéricos uno tras otra, me puse a contar los meses de este año sin una sola ocasión de rozar desnudez ajena y me sobraban los dedos de la mano: cero desde Enero. Lejos de entristecer, este dato me ha hinchado de satisfacción; he cumplido con una nueva máxima siempre presente: mi tiempo y mi vagina son oro. Así me siento virgen de obra y pensamiento, como un lienzo en blanco, o una piñata en un cumpleaños, impoluta, incorrupta, esperando a celebrar una primera vez realmente relevante, y entendiendo a la Madonna de aquella góndola, vestida de blanco y a punto de triunfar. Vuelvo a empezar pero con la carrera ya hecha, lo que no puede suponer más que innumerables ventajas.
De esta etapa de inmersión en el ámbito del erotismo egoísta extraigo varias conclusiones felices. Una de las que más me intriga es que, contra todo pronóstico, cuido mi cuerpo mucho más que antes. Hoy gestiono cremas, baños espumosos, sudores deportivos y hago caso a frutas, verduras y agua casi tanto como la Bruni. Lo asombroso de este comportamiento es que no se debe a un ansia por aparentar, sino al nacimiento de una conexión con mi fisonomía desde mi propia psique y no la de un ajeno. Otra sorprendente revelación, que hoy festejo cual colegiala al descubrir su primera regla, es que finalmente he desarrollado mi admiración por ese cacharro tabú al servicio del onanismo: el consolador.
Recuerdo que antes de mi fractura estuvieron en casa unos conocidos con algunos desconocidos que dieron saltos de risa al toparse con un vibrador encima de la nevera, justo entre los mantecados, el café y la lata de arenques suecos que alguien me trajo de un viaje y está aún intacta. Lo cierto es que estoy tan acostumbrada a mi libertad individual y a la presencia de ese objeto a su vez tan liberador en mi casa que ya lo considero un electrodoméstico más y olvidé esconderlo. Pero ¿por qué ocultarlo?. Quizás debería haberme atrevido entonces con una lección intensiva sobre usos y costumbres de la mujer; quizás ellos deberían haber aprovechado la oportunidad y preguntar el por qué de su existencia y cómo funciona. Tristemente por ambas partes, en aquel momento me acobardé y ante los párvulos pasados de rosca que reían el hallazgo me justifiqué diciendo “lo tengo ahí porque es una idea para comenzar un relato”. Lo que en parte era mentira, pero en parte es verdad. Ha llegado el momento de rendir homenaje al objeto de consuelo y dejar dicho alto y claro que no seré la primera ni la última fémina en glorificar sus méritos.
El consolador es un instrumento que inspira ternura, al menos en mi caso (de ahí que prefiera la palabra derivada del verbo consolar que vibrar). Antes solía pensar que era un cacharro frío a la espera de introducirse entre cálidos músculos para pegar una descarga de pequeño voltaje; qué equivocada estaba. Lo comprobé tarde pero fue – como en tantos otros casos – gracias a un regalo de cumpleaños de una amiga. Con el tiempo y a pesar de Madonna (quizás porque ella tiene el poder para hacerse con uno de carne y hueso en Brasil) he aprendido que sí puede ser un sustituto eficaz, fiel y comprensivo del otro. El consolador es un invento audaz y muy humano. Quizás uno de los mejores de toda nuestra historia.
Hay descubrimientos a millones desde que el hombre es bípedo, algunos de carácter ideológico perverso o al servicio de un capitalismo obeso, pero también existen otros concebidos con alma. Pocos han atraído mi atención recientemente como el Slepp Cycle, el invento de un sueco llamado Macek Drejak, que registra durante la noche tus momentos álgidos y bajos de sueño para despertarte cuando menos pueda molestarte la alarma. Eso está estupendo: si la humanidad crea, que sea siempre en beneficio del propio hombre, sus algoritmos, gozos y bienestar; cada vez estoy más en contra de la tecnología diseñada para generar ansias nuevas o de otro invento que está claro necesita desarrollarse como Dios manda: el porno real.
Pero, ¿y el consolador? ¿hay nombre propio tras su creación?. Encontramos una sorprendente respuesta con tan solo una pequeña incursión en Wikipedia. No hay nombre tras la concepción del primer consolador, pero sí mucho que contar de él. El buscador dice que el más antiguo del mundo es un falo de piedra muy pulida de 20 cm de longitud y 3 cm de diámetro elaborado nada más y nada menos que en el 27 000 a. C. Fue encontrado en una cueva a unos 500 m sobre el nivel del mar, en Alemania. También del 27.000 a.C. data otro encontrado en la República Checa que (y esto es lo más interesante) ya tenía estrías transversales; los romanos hacían objetos semejantes a enormes penes con velas y en el antiguo Oriente se fabricaban consoladores con boñiga de camello seca y recubierta con resina; las mujeres chinas en el siglo XV utilizaban consoladores de madera laqueada, con superficies texturizadas; y las del Renacimiento italiano fueron las primeras en aplicarles aceite de oliva. Para mayor asombro, en la época Victoriana se usaba el consolador para tratar neurosis en las mujeres, produciéndose entonces uno de los mayores avances en la historia de la herramienta, su fabricación de goma. Acorde a Wikipedia, el primer industrial del consolador fue un tal Ted Marche, que en el 1966 se convirtió en el pionero de la manufacturación de juguetes eróticos.
La historia de este tótem vaginal queda oscurecida en cuanto nos trasladamos a España. Según la edición vigésimo segunda del diccionario Real de la Academia Española, consolador es “el que consuela”, y vibrador “el que transmite las vibraciones eléctricas”. O sea que, en pleno siglo XXI, ¿ni el provocador Reverte, ni Cebrián, ni los hombres y mujeres restantes de esta institución han creído necesario reconocer la existencia del falo artificial en el mundo moderno?. Me imagino que semejante censura lingüística surge mayoritariamente de la dificultad con la que Puértolas, Iglesias, o las otras tres componentes del pleno lingüístico se enfrentan al influir en un cambio de postura por parte de treinta y siete tipos que aparentan estar tan alejados de la realidad clitoriana como aquellos frente a mi nevera. Quién sabe; quizás la Academia acabe por admitir antes la mención a las Bolas chinas que al vibrador.
Esta desgraciada anécdota con respecto a los sabios de nuestra lengua conduce a sospecha: si el hombre moderno imaginara que su status viril está bajo amenaza por un útil a pilas ¿pensaría que es el principio de su fin? ¿Qué ocurriría si se elevara al consolador al status social y lingüístico que merece?. Es probable que entonces se avanzara sin prejuicios en la investigación de este antiquísimo apoyo al orgasmo hasta límites insospechados. Imagino con concupiscencia y entusiasmo casi febril el consolador hablado, programado para emitir gemidos o alabar tus nalgas, tu piel, tu calor; que te diga lo guapa que eres y lo buena que estás, o incluso exclame que te quiere al sentir tu momento cumbre. Quizás el aparato emitiera sus deliciosos mensajes a través de decenas de voces a elegir: desde la de Jon Bon Jovi a la del Duque, pasando por Clooney, Crowe, Ramos, o Bieber, por poner solo unos pocos ejemplos. Existen tantas opciones como mujeres, por supuesto.
Yo al mío, al que miro durante esta redacción reivindicativa, pediría le programaran las voces en varios idiomas, preferiblemente español, inglés, alemán y francés. También quemaría su resistencia pulsando el botón de la frase “ay, qué rica“, “oooohhh you´re so tastyyyyyy”, “wie geschmackvoll Sie sind”, “un aï que richeeeee”. En cuanto a la voz, emplearía alguna de las más graves programadas entre sus anónimos standard - quizás con ello conectando remotamente con algún locutor de mujer y dos hijos del Valle del Rin, un gay de Montpellier o un actor puertorriqueño de Nueva York. Y una última idea: no estaría mal que incluyera respiraciones y susurros de famosos en escenas cinematográficas inolvidables. En mi caso, escuchar al Conde László Almásy de Ralph Fiennes derivaría en una lubricación sin precedentes.
En el extremo más fantasioso de esta utopía estaría el consolador engendrador, creado para eyacular con o sin resultados para el óvulo, lo que para muchos supondría un panorama aterrador, para otros, una noticia determinante en la historia del mundo homosexual. En el plano del horror simbolizaría el fin de nuestra especie tal y como la conocemos, con mi consolador y sus colegas dominando el planeta como en Terminator. Sus facultades para hablar, engendrar y producir placer serían la clave de un comportamiento todopoderoso, en un mundo de chips y látex de color al que nos someterían sin piedad. La clandestinidad del resistente sustituiría el insulto “hijo de puta” por el de “hijo de vibrador” y las mujeres tendrían que operarse para no concebir. Yo al mío, ahora quietecito, intentaría engañarle hasta convertirme en la Sara O´connor terrenal, dando a luz a la única esperanza blanca de la humanidad…
Ahí está, en el último cajón de la mesilla de noche, disimulado en una funda de gafas de sol, todo rosa chicle, con su capullo vertido sobre si mismo y el mando incorporado a la base, sin el más mínimo signo de comenzar la rebelión. Ni ruge, ni muge, ni tan siquiera mira. Tampoco tiene pinta ni ganas de reproducirse; es un consolador tranquilo, feliz. De momento no creo que entre sus intenciones esté la de dominar el mundo ni aislar a los académicos. Sinceramente, me sigue inspirando ternura, más que pavor. Nuestra relación es igual, equilibrada, respetuosa, para nada posesiva ni celosa. Ni le importa cuando no me depilo o si odio a Woody Allen; tampoco se mete con mis decisiones ni tiene porque tragar mi pésimo gazpacho. Nunca se ha quejado de la música que escucho ni si hablo en exceso por teléfono. Para contentarle, en ocasiones le saco de paseo, del cajón a la ventana del salón, a regar las plantas o ver la tele encima de la mesa del salón. Cuando vengáis a casa, si lo divisáis en algún rincón (tipo la nevera) no lo tratéis como a un extraño. A pesar de su denigrado status social, está demostrado que es un viejo conocido.