domingo, 18 de diciembre de 2011

APÁTRIDA

Soy una total extraña en Madrid. Tan solo 72 horas en la capital del “vago sur” y ya siento no encajar, recordando y confirmando por qué me marché al inicio del verano hacia la loca Berlín. He notado de inmediato, al mirar por la ventanilla del avión de Iberia que daba vueltas sin rumbo al aterrizar, un caos palpable en la pista: vuelos pidiendo permiso para circular, para volar, para aparcar…casi chocándose unos con otros. Y, por supuesto, quejas en los pasillos del aeropuerto, de caras desangeladas, pasajeros hastiados, trabajadores reprimidos y frustrados; así tardé una hora en recoger maletas y huir a paso avanzado hacia un techo temporal en la ciudad.

Únicamente me ha hecho falta respirar el aire cargado de Madrid para darme cuenta de tantos parapetos. La gente, en primer lugar he notado, se lanza en masa a las calles del centro para mirar escaparates, con o sin posibilidades de comprar. Y poco más. Madrid está llena de reclamos a pesar de la crisis, como si ella no existiera, y fuéramos a morir todos mañana al amanecer, para llevar un símbolo reconocible en la solapa, conducir el coche hasta apurar la última gota de gasolina por el meollo, y exhibir nuestra supuesta individualidad – para mí construida sobre un castillo de naipes – ante los demás. Lo más curioso de todo es lo poco acostumbrada que me siento a esquivar el roce y el choque físico. Se me había olvidado ya lo que le gusta al español tocar y sentirse tocado, por el prójimo desconocido o atractivo, al agolparse frente a las puertas del Corte Inglés de Preciados. Es realmente notorio, si uno viene del Norte de Europa, creedme. En las últimas horas me he llevado un porrón de hostias y una zancadilla de lo más cariñosa.

En ese frenesí y ansia colectiva entran otros factores de la era post contemporánea (sin otro calificativo inventado aún para esos tiempos) como la percepción instantánea de que ésta década, sin duda, ha sido la era del forrarse de Telefónica y sus amigos (también del nuero de nuestro Rey). Y no les importa un pito conducir una campaña publicitaria en el transporte público que reza “si los que somos de tarjeta tuviéramos tarifa plana, eso sería un SUBIDÓN”, acompañada de una foto de una adolescente. ¿Subidón? Ese vocablo relacionado con el apoyo químico a la emoción fortuita, inventado por todos nosotros, jóvenes y maduros, al pie del cañón del callejón sin salida que es este país, aquellos en las cifras del 25% de paro. ¿Para qué? Para que se forren Alierta y Undangarín, supongo. Mientras tanto, mucho Ministerio de Igualdad y mucha campaña vial y de la agencia anti-drogas…pero tenemos un gobierno que, como sus ciudadanos, no pinta ni un ápice. Y los empresarios no se cortan un pelo ¿para qué?. En el mismo Metro o cercanías madrileño también me acojono con el perfil del viajero. De 20 personas a mi alrededor, unas 12 no levantan la vista de su aparato de última tecnología. Y de ahí a casa, a ver la televisión. Entonces me doy cuenta de lo útil de la ética protestante.

Anoche, solo un poco más tarde de la medianoche, se me ocurrió practicar el buen viejo zapping. En borroso hacia los aparatos genitales, pero con muy buenos planos apuntando al movimiento, encontré en abierto algo que ni se me ocurriría imaginar en Alemania. Dos individuos follaban ante las cámaras durante horas. El colosal final incluía una mamada del masculino al supuestamente cuerpo femenino, en realidad transexual, con tetas puestas, pelo largo y lacio, y maquillaje de película, pero a imagen contenía dos penes. “Qué ideal”, pensé al cambiar de canal. Siniestra perversión al alcance del público universal.

En tele 5, Manolo Escobar contando su quimioterapia. Decía chorradas del tipo "lo único malo del cáncer es su nombre". Que se lo digan a mi madre; creo que para ella, lo malo era encontrarse destruida por completo por dentro. Para colmo, en el siguiente canal, aparecía un gabinete de una “gran médium y vidente”, tomándole el pelo al telespectador y a quien se atreviera a gastarse el dinero telefónicamente. Ya ni siquiera sin cartas ni bola de cristal; directamente palabrería y descaro. Una llamada tras otra, la gran vidente, semejante a quien pudiera vender crecepelo en el Medievo, averiguaba por el tono de voz, el estereotipo y la pregunta, cualquier hueco en el corazón del solicitante y ¡bingo!. Todo sonaba lógico y lúcido.

Siempre he dicho, desde que llegué a Berlín, que me reconcilio absolutamente con nuestro carácter cálido, cariñoso, amable. Nuestra capacidad de solidaridad y abrazo, la sensibilidad hacia la luz del sol y la lluvia más tormentosa. Y considero que los alemanes, ingleses y franceses, mucho debieran aprender de nuestras capacidades tan humanas. Pero hoy no, hoy nos veo frívolos, atontados, inseguros, incapacitados. Lo siento, y mucho. A la Europa de los libros de cuentas bien le haría falta un poco de moral. Lo malo es que parece que nosotros nos la hemos dejado en la caja de unos grandes almacenes o en la cuenta del teléfono de última generación.

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